lunes, 24 de enero de 2011


LA LOCA

1

Mi madre contaba que mi abuela era loca, loca de amarrar. Que se perdía abandonando a sus hijos de pecho, mientras mi abuelo, montado en su caballo, la buscaba cuesta arriba y cuesta abajo, revólver al cinto y látigo en mano.

Cuando mi abuela volvía a casa, después de varios días y varias noches, tenía la ropa en jirones, los pies descalzos y las trenzas desatadas por el viento. Y aunque no lloraba ni se quejaba, cargaba heridas en el cuerpo y en el alma.

2

Mi madre contaba que mi abuela era loca, loca de temer. Aullaba como una loba mirando la luna y trepaba por las paredes como mujer araña. Abría los ojos grandes, muy grandes, y enseñaba las uñas y los dientes en actitud de ataque.

Se acercaba a la cama de sus hijos y, al verlos dormidos, les ponía el frío metal del cuchillo en el cuello y susurraba entre dientes: Ustedes no son niños, sino lechones concebidos por el diablo.

Después salía al patio, levantaba las manos al cielo y maldecía a Dios por haberlos parido.
3

Mi madre contaba que mi abuela era loca, loca de remate. Así como desaparecía sin dejar rastro alguno, abandonando a los hijos y al marido, se aparecía en los caseríos aledaños en las noches de luna llena.

Quienes la vieron de cerca, dicen que mi abuela, desgreñada y cuchillo en mano, contaba en voz alta de cómo mató a sus padres, a sus hermanos, a su marido y a sus hijos, y de lo mucho que la hizo gozar el diablo, hasta que un día, los vecinos, atándola de pies y manos, la montaron en un burro y la condujeron a un lejano manicomio, donde ahora escribo este cuento.

Pintura de Eugène Delacroix, 1798 -1663

miércoles, 12 de enero de 2011


EL SÍNDROME DE ESTOCOLMO

A poco de llegar a Suecia, directamente de la prisión como tantos otros exiliados latinoamericanos, me enteré de que el síndrome de Estocolmo estaba relacionado con un hecho curioso sucedido en esta ciudad en 1973, cuando un grupo de delincuentes, encapuchados y a mano armada, asaltaron el Banco de Crédito (Kreditbanken), con el fin de hacerse con el botín y luego darse a la fuga.

Los delincuentes, hechos un ovillo de nervios y movilizándose torpemente, obligaron a los empleados del banco a tenderse boca abajo y con las manos en la nuca, y, posteriormente, los retuvieron en calidad de rehenes durante seis angustiosos días. Lo interesante del caso es que, cuando los delincuentes procedieron a liberarlos, las cámaras de la prensa captaron el instante en que una de las mujeres, a tiempo de despedirse, abrazaba y besaba a su secuestrador.

Este acto insólito sirvió para bautizar como el síndrome de Estocolmo al afecto entre los captores y sus rehenes. Es probable que esta reacción obedezca a un estado psicológico en el cual la víctima del secuestro, o persona detenida contra su voluntad, desarrolla una relación de complicidad con su secuestrador, a quien le ayuda a alcanzar sus fines y lo apoya a la hora de evadir la justicia.

Los expertos en asuntos de comportamiento humano, le atribuyen al síndrome de Estocolmo varias causas: 1. Tanto el rehén o la víctima como el autor del delito persiguen la meta de salir ilesos del incidente, por ello cooperan. 2. Los rehenes tratan de protegerse, en el contexto de situaciones incontrolables, en las cuales tratan de cumplir los deseos de sus captores. 3. Los delincuentes se presentan como benefactores ante los rehenes para evitar una escalación de los hechos. De aquí puede nacer una relación emocional de las víctimas por agradecimiento con los autores del delito. 4. La pérdida total del control, que sufre el rehén durante un secuestro, es difícil de digerir y, sin embargo, se identifica con los motivos del autor del delito. 5. Se sabe que el síndrome de Estocolmo es más frecuente en personas que han sido víctimas de algún tipo de atropello contra su dignidad, como ocurre con los miembros de una secta religiosa, niños con abuso psicológico, prisioneros de guerra, prisioneros de campos de concentración y víctimas de incesto.

Tiempo más tarde, al ver la impactante escena del síndrome de Estocolmo en un programa televisivo, me quedé pensando en que se parecía más al montaje de una película de ficción que a un episodio sorprendente de la vida real. Por supuesto que a una persona como yo, que sufrió las vejaciones morales y las torturas física en las mazmorras de una dictadura militar, le resulta harto extraño saber que una víctima puede enamorarse de su verdugo. No obstante, se conocen casos aislados de prisioneras que, a pesar de las secuelas de la tortura, mantuvieron relaciones sentimentales con sus torturadores; estos casos se dieron en centros de reclusión, donde algunas prisioneras acabaron cediendo a las insinuaciones amorosas de los carceleros, tras haber sido violadas y golpeadas en las cámaras de tortura.

En la actualidad existan libros, películas y documentales que, de una manera descarnada y una investigación rigurosa, nos acercan a las profundidades más oscuras del alma humana, revelándonos a personajes siniestros que, tras una bestial sesión de torturas, son capaces de compadecerse de sus víctimas y hasta de anamorarse como en el acto más aberrante de una relación sadomasoquista. En la Argentina, por ejemplo, se cuentan casos en que los torturadores, que formaban parte de la doctrina oficial que los militares aplicaron contra la subversión, mantenían relaciones normales con sus víctimas después de torturarlas. En el documental El alma de los verdugos, realizado por el periodista español Vicente Romero y el juez Baltasar Garzón, que echa luces sobre los crímenes cometidos en el sótano de la Escuela de Mecánica de la Armada, los relatos más conmovedores corresponden a ex prisioneras políticas, quienes confiesan cómo sus torturadores las invitaban a salir a cenar, para después volver a ponerles cadenas, grilletes y encapucharlas. Estos relatos, que hablan de esa zona de tinieblas y ambigüedades del subconsciente, contraponen la indefensión y el poder absoluto, la humillación y la fascinación, en unas relaciones atormentadas y confusas entre víctimas y verdugos, que resultan casi incomprensibles para el común de los mortales.

No sé si estos casos aislados corresponden al llamado síndrome de Estocolmo, pero al menos pienso que podrían considerarse como el síndrome de Santiago de Chile, el síndrome de Buenos Aires, el síndrome de Montevideo, el síndrome de Asunción o el síndrome de La Paz, aunque, en honor a la verdad, no conozco a una sola prisionera boliviana que se hubiese enamorado de su torturador ni de su carcelero, quizás, porque estaban asqueadas de la conducta inhumana y perversa de estos seres abominables, quienes tenían el sucio oficio de arrancarles toda la información, por las buenas o por las malas, con tal de cumplir con los objetivos trazados por la tristemente famosa Operación Cóndor.

El síndrome de Estocolmo me sigue pareciendo un fenómeno raro en el campo de la psiquiatría moderna, cuyos expertos han confirmado que este síndrome puede tener, como lo señalamos líneas arriba, varias causas, que van desde los traumas emocionales de la infancia hasta las relaciones sadomasoquistas entre una rehén y su secuestrador.

El síndrome de Estocolmo, que desde hace tiempo me suena a frase rocambolesca, es la expresión de una realidad, igual de rocambolesca como el nombre que la define, donde una relación sentimental compleja y contradictoria puede encontrar un desenlace imprevisible o, en el peor de los casos, terminar en el pozo traumático de la víctima y en la impunidad de su verdugo.

viernes, 7 de enero de 2011


JAROSLAV SEIFERT, POETA POR EXCELENCIA

El poeta checo Jaroslav Seifert (1901-1986), nació en un barrio obrero de Praga. Siendo aún adolescente quiso ser pintor, pero acabó siendo ganado por la musa de la poesía, por la dulce melodía de su idioma y por la facilidad de expresión que le deparaba la palabra escrita. Apenas publicó su primer libro, Ciudad en lágrimas (1921), fue considerado por la crítica literaria como el pionero del nuevo arte proletario, ya que su poesía, además de reflejar las vivencias de su juventud, reflejaba las influencias de la revolución rusa y las concepciones filosóficas del marxismo.

Cuando la Academia Sueca le concedió el Premio Nobel de Literatura, en 1984, el poeta praguense era relativamente conocido en Escandinavia, razón por la cual la televisión sueca transmitió un reportaje desde su casa, para ponernos en contacto con una personalidad atractiva, de conmovedora vitalidad y amor desmesurado por el mundo y sus habitantes. Jaroslav Seifert apareció sentado en su escritorio, rodeado de cuadros y libros de autores checos, pues Seifert era un poeta nacionalista por excelencia, cuyas obras estaban inspiradas en su propia tierra y, sobre todo, en Praga, ciudad a la que le rindió pleitesía por medio de sus versos.

Durante el reportaje, Seifert se mantuvo sentado, con las muletas al alcance de las manos y contestando las preguntas con voz dulce: No estoy sorprendido por el premio, les dijo a los periodistas. Hacía ya cuatro años que había sido propuesto junto al escritor norteamericano Arthur Miller, al poeta francés Louis Aragón y Roman Jakobson. Como fuere, y lejos de falsas modestias, el premio era un gran estímulo para promocionar la literatura checa a nivel internacional y para empezar a traducir, junto a su nombre, a otros escritores que permanecían en el anonimato.

Jaroslav Seifert ha dedicado gran parte de su vida a leer y escribir poesía, consciente de que su pueblo gustó desde siempre de este género literario, incluso en los momentos más trágicos de la guerra. Yo creo –dijo–, que la poesía tiene un enorme significado para un pueblo, y mientras más pequeño es éste, la poesía tiene aún mayor significado.

Este poeta que alcanzó los 84 años de edad, que amaba la vida y odiaba la muerte, jugó con los estilos a lo largo de su carrera literaria. Hasta la Segunda Guerra Mundial escribió versos con métrica y rima, pero luego de un largo periodo de enfermedades, empezó a cultivar el verso libre, exento de retórica y patetismo, bajo las influencias de Apollinaire, Verlaine y otros poetas del modernismo francés. Así, a este periodo corresponden sus mejores poemarios: Concierto en la isla (1965), El cometa Halley (1967), La fundición de las campanas (1967), La columna de la peste (1977) y Ser poeta (1983).

El paraíso poético de Seifert está impregnado de flores y música, de mujeres y calles. Sus versos son un ramo de rosas y violetas, un canto a Mozart y Bach. Las mujeres y Praga no sólo son personajes centrales y temas perpetuos en su poesía, sino también metáforas de lo mejor que pueda dar la vida. Junto a las mujeres inmaculadas, de labios que desgranan versos y ojos que iluminan las tinieblas, se levanta majestuosa su ciudad natal, con callejas estrechas y plazas barrocas, con lagos donde se oye el graznido de las gaviotas y canales donde se descomponen las luces que se descuelgan de los faroles.

Seifert, para unos, era el poeta del proletariado, el escritor que desde sus primeros tanteos literarios se unió al grupo Devètsil, que consideraba que el arte debía estar al servicio del Estado. En tanto para otros, Seifert era simplemente el poeta del amor, de la melodía y la belleza estética del poema; ante esta disyuntiva, claro está, no quedaba más que una tercera alternativa: Seifert era, indudablemente, el poeta del amor, pero sus críticas contra el sistema político de entonces las expresó de manera alegórica en sus poesías, a pesar de estar consciente de que con versos no se derrumban sistemas de gobierno.

Este poeta exquisito jamás formó parte de una escuela ni teoría que tratara la forma de cómo aproximarse a la poesía y cómo interpretarla, y menos aún de las teorías del estructuralismo de la escuela de Praga, que nació a finales de los años veinte del siglo pasado en un círculo lingüístico inspirado en el formalismo ruso.

En un congreso de escritores celebrado en 1956, manifestó que los poetas son la conciencia nacional, desde el instante en que trabajan con la palabra escrita y porque tienen mucho más que ver con la realidad que los músicos o pintores. En 1968 firmó el Manifiesto de las 2000 palabras y, nueve años después, fue el primero en pronunciarse en defensa de los escritores perseguidos y encarcelados, y el primero en firmar Carta 77.

Cuando el gobierno disolvió la Unión de Escritores Checoslovacos en 1970, Seifert pasó a ser uno de los poetas cuyos versos no se podían publicar libremente. Sin embargo, su poesía, vapuleada por la censura, circulaba clandestinamente en forma de folletos; unas veces, copiadas a máquina y, otras, a pulso. Circunstancias en las que la poesía de Seifert se convirtió en símbolo de protesta contra la censura de prensa y la libertad de expresión.

Después de habérsele concedido el Premio Nobel de Literatura, este autor praguense, a quien le pesaba más su vejez que sus enfermedades, siguió creando y recreando su universo, convencido de que sólo a través del idioma se encuentra la libertad más elemental. Empero, la noche del 9 de enero de 1986, tras sufrir un repentino ataque cardiaco, se alejó de este mundo y de la vida que tanto amó. El día de sus funerales, una muchedumbre acongojada acompañó su féretro hasta su última morada. Desde entonces, muchas cosas han cambiado en su tierra natal. Se dividió Checoslovaquia y se recobró la democracia.

sábado, 1 de enero de 2011


EL TÍO DE LA MINA

Querido Tío:

En esta fotografía, captada en el interior de la mina, destaca tu estatuilla de greda en medio de las ofrendas que te dejaron los mineros, quienes, sentados en los callapos de la galería, pijcharon en tu presencia, suplicándote que les concedas el filón más rico de estaño y les protejas de las enfermedades y los peligros. Las botellas de aguardiente son para aplacar tu sed y rendirte culto, pero también para ch’allar en honor a la Pachamama, la divinidad andina que no se ve pero que guarda las riquezas en sus entrañas.

Si te miro de cerca, escrutando los detalles de tu imagen, veo que tienes la nariz y la boca ennegrecidas por el humo de los k’uyunas, los ojos redondos como canicas de cristal, los brazos ligeramente flexionados y el cuerpo cubierto con confetis y serpentinas. En realidad, si hablamos con propiedad, diríamos que tienes el rostro más desfigurado que el Fantasma de la Opera y el cuerpo más contrahecho que un monstruo con cola y cuernos. Quizás por eso vives desterrado en la zona más sombría y profunda de la mina, cuyas galerías no son el reino de Hades ni el infierno de Dante, sino un recinto tenebroso sólo conocido por los trabajadores del subsuelo, donde los devotos te temen más que a Dios y los supersticiosos te veneran más que a la Virgen del Socavón.

Por otro lado, según la versión católica, eres el ángel celestial que, por haberte rebelado contra la voluntad suprema de tu Creador, fuiste condenado a sufrir un castigo eterno entre las llamas del infierno. Pero tú, generador de beneficios y maleficios, no llegaste ni siquiera hasta las puertas del purgatorio; preferiste amalgamarte con el Huari y el Supay de la mitología andina, hacerte llamar Thiula y meterte en los socavones de la mina, en cuyas tinieblas instalaste tu trono y tu reino. Desde entonces eres el dueño de los minerales y el amo de los mineros, quienes, en actitud de sumisa veneración, te rinden pleitesía al entrar y al salir de la mina, tributándote hojas de coca, k’uyunas y botellas de aguardiente, sin más intención que manifestarte su fe y cariño, y pactar contigo en una suerte de ritual milagroso. Aunque eres un ser ambivalente, mezcla del Bien y del Mal, ejerces una influencia decisiva sobre la vida de los habitantes del altiplano, donde te atreviste a medir tus fuerzas satánicas con las fuerzas divinas de Dios.

En vísperas del Carnaval, los mineros ch’allan tu cueva, adornan tu cuello con serpentinas y arrojan puñados de confetis y confites alrededor de tu trono, donde tú estás sentado, viendo cómo te miran el pene largo, grueso y erecto. Después te disfrazas de Lucifer y sales de la mina, con la alegría de bailar en la fraternidad de los diablos, bebiendo los tragos que te ofrece la gente y enamorándote de las doncellas más hermosas que, en honor a tu esposa perversa (la Chinasupay), se disfrazan de diablesas; botines de tacos altos, polleras cortas, blusas vaporosas y chaquetas drapeadas con saurios, arácnidos y batracios. Las diablesas tienen la máscara con ojos saltones y pestañas largas, pómulos de granate y labios sensuales, tan sensuales que, además de esbozar una sonrisa tentadora, dejan entrever una hilera de dientes engastados con piedras preciosas.

Tú bailas al compás de la música de tamboreros, platilleros y soplalatas, arrastrando el aire con tu capa de terciopelo y tu cetro de mando, mientras las diablesas, acosadas por los jukumaris y mallkus, coquetean alrededor del arcángel San Miguel, enseñándole el contorno de las piernas y cubriéndose las tetas con sus cabelleras recogidas en trenzas.

Tu traje de Lucifer, que parece hecho de luces y de sueños, es uno de los indumentos más envidiables del Carnaval orureño, donde todos te miran y admiran desde el fondo del espanto. Tu capa de terciopelo, lujosamente bordada con hilos de oro y plata, está adornada con víboras, lagartos y dragones; en cambio tu faldellín y tu pechera, salpicados de botones, lentejuelas y cristales, tienen figuras ornamentadas con relumbrante pedrería; tus botas y tus guantes lucen relieves de sapos, arañas y alacranes; mientras los pañolones que llevas al cuello, confundiéndose con tu larga cabellera, son adornos que flotan al aire como ramilletes de flores; tu máscara, deformada hasta el límite del horror, tiene la nariz estallada, las orejas puntiagudas y los dientes feroces; tus ojos, grandes y rotativos como los de un camaleón, desprenden colores vivos en el día y luces fosforescentes en la noche. Y para infundir miedo y respeto entre tus súbditos, llevas una serpiente de tres cabezas entre los cuernos alambicados de tu frente.

Pasado el Carnaval, en cuyo ámbito maravilloso te entregas por completo al baile, al amor y al alcohol, vuelves a entrar en las tinieblas de la mina, donde no eres más el Lucifer sino el Tío protector de los mineros. Ellos te consideran el sincretismo cultural entre la religión católica y el paganismo ancestral, no sólo porque formas parte de una leyenda que gira en torno a la mina y sus asuntos, sino también porque eres un ser mítico capaz de esclavizar y liberar a los hombres con tus poderes mágicos.

Por lo demás, ahora que vuelvo a mirar tu imagen, tengo la horrible sensación de que me persigues como si fueras mi propia sombra; a veces estás más cerca de mí que Mefistófeles de Fausto y siento que quieres hacerme caer en la tentación, induciéndome a cometer pecados horrorosos de los que no me salvaría ni la muerte. Asimismo, en el misterioso laberinto de los sueños, asumo tu imagen para hablar con voz de diablo, como si de veras existieras en la realidad y no sólo en la fantasía de quienes, acosados por el miedo y la superstición, te imaginan más peligroso que el dragón y más feroz que el Minotauro, mitad bestia y mitad humano.

Glosario

-Callapos: Troncos de árbol. Escalones de mina.
-Ch’allan: Celebran un acontecimiento rociando el suelo con alcohol, chicha o cerveza. Ofrenda o sacrificio en honor al Tío.
-Chinasupay: Diablesa. Deidad y esposa del Tío.
-Huari: Deidad mitológica de los urus, protector de los auquénidos y personaje simbolizado por el Tío de la mina.
-Jukumaris: Osos. Simbolizan la fuerza del pueblo andino, pero también la penetración europea en el territorio de los urus.
-K’uyunas: Cigarrillos.
-Mallkus. Cóndores.
-Pachamama: Madre Tierra. Divinidad de los Andes.
-Pijcharon: Mascaron coca.
-Supay: Diablo, Satanás. Personaje que representa la simbiosis entre la religión andina y la religión católica.
-Thiula: Tío.
-Tío: Deidad. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas.