miércoles, 26 de septiembre de 2012


ESCRIBANOS Y ESCRITURAS

Cierta noche, libre de los menesteres del quehacer literario, decidí visitarle al Tío* para que, con su sabiduría infernal, me arrojara algunas luces sobre la condición del escritor y los tejemanejes del arte de la escritura.

–El escritor –dijo con firmeza–, para distinguirse del resto de los mortales debe tener una fantasía a raudales y, en el mejor de los casos, reunir algunas condiciones como ser rengo, tartamudo, tuerto, jorobado, manco...

–¿Cómo así?

–Como lo oyes –contestó categórico–. El escritor no necesita ser bello, galán de cine ni modelo de pasarelas, sino un cerebro destinado a inventar historias que se las cree él mismo. El verdadero escritor tampoco debe parecerse a los escribanos de pacotilla, a esos figurones que, haciendo gala de una falsa palabrería, ejercen de escribanos ocasionales; cuando en realidad, no son más que unos pobres diablillos que se esfuerzan por ser algo en la vida sin llegar a ser nada ni nadie. Y, lo más importante, el escritor debe llevar a cuestas una pluma mágica que le permita convertir en literatura todo lo que toca, así como el rey Midas convertía en oro lo que tocaba con las manos.

Me quedé de piedra y casi-casi convencido de que ser escritor era más difícil que escalar el Himalaya y, por añadidura, soportar un castigo parecido al de Sísifo. El Tío, al sentir lo que sentía en mis adentros, me miró de sesgo y preguntó:

–¿Desde cuándo te dedicas a este noble oficio?

–Desde cuando un amigo, cansado de mi cháchara, me dijo que no hablara tanto y que mejor me dedicara a escribir un libro. Así mis palabras no entrarían por una oreja y saldrían por la otra, sino que penetrarían por los ojos y se grabarían en la memoria, como cuando las sensaciones más fuertes se quedan atravesadas en el cuerpo y la mente.

–¿Sólo por eso? 

–No sólo por eso –repliqué–, sino también porque la escritura me sirve para rescatar mi infancia perdida y recuperar mi capacidad de asombro ante el mundo que me rodea, y porque me encanta jugar con la fantasía de los lectores y saber que, aun estando encerrado en mi escritorio como un prisionero en una celda solitaria, puedo inventar ventanas en las paredes para que el lenguaje, fundido en las criaturas de la imaginación, se fugue por ellas y alcance la libertad plena entre los lectores.

El Tío, consciente de que reunía las condiciones para convertirme en el indiscutible escribano del diablo, puso la cara risueña, hizo rechinar los colmillos y dijo:

–Ahora que sé el porqué te dedicas a la literatura, permíteme que te dé un par de consejos para que no caigas en las trampas del lenguaje ni cometas los errores de los chambones...

Le miré a los ojos y escuché atento.

–La prosa debe escribirse sin artificios técnicos ni piruetas lexicales –dijo–. El arte de escribir no consiste en adornar el lenguaje sino en desnudarlo, en podar el follaje y en cortar las flores, en procura de que la prosa, en lugar de ser intrincada y retorcida, esté libre de palabras superfluas y sea clara y sencilla. Lo florido en literatura es la impronta de los aprendices y no de los escribanos profesionales, quienes ostentan un poquito de talento y otro poquito de conocimiento. Quien escriba con palabras rimbombantes, queriendo dárselas de inteligente, no revela otra cosa que su falta de tino para trabajar con el lenguaje y causa un efecto contrario a su propósito, pues, como bien enseña el manual de Satanás, es menos notorio ser inteligente y hacerse pasar por tonto, que ser un tonto y pretender pasar por inteligente...

–Ah, carachos –prorrumpí–. ¿Algún otro consejito más?

–Recuerda siempre que lo importante en literatura no es QUÉ se escribe, sino CÓMO se escribe. La imaginación del autor, por medio de la escritura, tiene que hacer visible lo invisible. Pero si no se aprende a trabajar con la palabra, menos se puede transmitir con autenticidad los pensamientos y sentimientos. Si los poetas escriben a contrapelo del lenguaje, en un intento de sorprendernos, una y otra vez, con metáforas que descifran los misterios de la vida y la muerte, el narrador debe escribir a contra corriente, contra los sistemas de poder y contra la estupidez de la gente, no sólo porque la prosa llega más, sino porque debajo de una lluvia de poetas hace falta el caudaloso río de un narrador...

–¿Y qué opinión te merece el libro?

–El libro, además de ser la radiografía del alma, es un hermoso objeto y una suerte de cofre literario donde se guarda la memoria personal y colectiva, con todos sus atributos hechos de realidad y fantasía. El libro, lleno de lúcidas miniaturas y alusiones ocultas, revela la esencia del autor, por mucho que a éste, durante el proceso de la creación, le duela el corazón y la memoria, le estrangule el pasado y le angustie el presente.

–¿Y qué me dices del lector?

–El lector es el cómplice secreto del autor y ambos comparten las aventuras de la imaginación. El lector ama las palabras que contienen los libros, la textura del papel, el olor de la tinta, el volumen y hasta el peso que gravita entre sus manos como una lápida cincelada por la vida, la pena y la alegría. No sé si te sirva mi opinión sobre el libro y la lectura, pero aquí te paso mi decálogo: 1. Leer es abrir las puertas y ventanas del mundo, volar por los espacios de la imaginación y zambullirse en las aguas de la fantasía. 2. El libro es un amigo que no engaña y un maestro que no regaña. 3. Leer es descubrir el tesoro de la memoria colectiva. 4. El libro es la criatura del alma que se hace mayor con los lectores. 5. Un libro escrito con amor es leído con el corazón. 6. Si el libro es una flor, el lector es picaflor. 7. Leer los cuentos de la tradición oral, que no tienen autores ni dueños, es mirarse de cuerpo entero en los espejos del ingenio popular. 8. El libro es el templo del lenguaje. 9. En principio fue el verbo y el verbo se hizo libro. 10. El libro es la metáfora perfecta del conocimiento humano.

Me resultó difícil seguir con atención su decálogo, pero con la seriedad con que lo enumeró, uno por uno, me dio la sensación de que, aun no sabiendo leer ni escribir, tenía una idea cabal del libro y la lectura.

–¿Estás conforme con mi decálogo? –preguntó casi tapándome la boca y acaso sin importarle mi humilde opinión.

–Sí –contesté, poniéndome el índice en la sien para indicar con ello que todas sus palabras estaban ya en mi cabeza. Luego añadí–: Seguiré tus consejos y seguiré siendo tu escribano, así los envidiosos digan que tuve una revelación tuya en la oscuridad de la mina, como Ingmar Bergman tuvo una revelación divina en la cámara oscura...

Él esbozó una sonrisa diabólica y, transmitiéndome una fortaleza mágica para detener las críticas como un acantilado detiene el embate de las olas, concluyó:

–Tienes que afrontar ese reto de la vida, porque el éxito, mal que te pese, siempre viene acompañado por la envidia.

Le agradecí por sus sabias enseñanzas y me despedí con suma reverencia, seguro de que sus palabras me ayudarían a ser mejor escribano y a mejorar mis escrituras, en las que él cobró ya vida propia desde el día en que entró en mi casa.

* Tío: Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinden pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

viernes, 14 de septiembre de 2012


LA ENVIDIA

Se ha dicho con justa razón que la envidia es tan antigua como el hombre y uno de los defectos capitales que aqueja a la humanidad, sobre todo, cuando ésta se torna en destructiva. Para unos, la envidia forma parte de los instintos naturales, exactamente como el amor, los celos o la agresividad; en cambio para otros, la envidia es un fenómeno adquirido en el contexto social, que empuja cada vez más a envidiar a quien es más o tiene más. La envidia, por lo tanto, viene a ser la cara oculta de la competitividad y constituye uno de los móviles que, desde la horda primitiva, indujo a los hombres a disputarse el prestigio y el poder, motivados por la idea de triunfar a cualquier precio en el seno de una colectividad donde nadie está conforme con ser menos que el otro. Tal vez por eso, en la historia de la humanidad, la rivalidad entre hermanos-enemigos sea la más frecuente y común. En el mundo bíblico, por ejemplo, la envidia está representada por la disputa habida entre Abel y Caín; un hecho del que resulta la expresión popular: La furia de Caín, para designar las malas intenciones de una persona envidiosa o cruel. Otro caso parecido encontramos en el mito de fundación de Roma, en el que Rómulo, impulsado por la ciega ambición y la envidia, mata a su hermano mellizo Remo. En la América precolombina, la envidia está encarnada en Huáscar y Atahuallpa, dos hermanos/enemigos que se disputaron el trono del imperio incaico en una guerra sin cuarteles, en la que Atahuallpa, hijo bastardo del Inca Huayna Cápac, hace prisionero a su hermano Huáscar, heredero legítimo del trono, antes de matarlo como a su peor enemigo.

La envidia, como el amor y los celos, es también un tema central en la literatura clásica y en las fábulas de Esopo, Samaniego, Iriarte y La Fontaine, cuyas moralejas permiten comprender mejor las causas de este mal y sus consecuencias funestas. Asimismo, en los cuentos de hadas, que tienen su origen en la tradición oral y la memoria colectiva, encontramos a personajes revestidos con los atributos de la envidia, unas veces como simples alegorías; y, otras, como lecciones arrancadas de la vida.

Si partimos del criterio de que la envidia es la desaprobación del injusto éxito ajeno, entonces habría que reconocer que los envidiosos están en lo cierto, pues la mayor parte de los éxitos son inequívocamente injustos en una sociedad meritocrática, donde muchos son los llamados, pero pocos los escogidos, y menos aún los auténticamente merecedores de serlo. Es decir, la envidia no es tanto el termómetro del triunfo público como el barómetro de la injusticia social, que premia a quienes no lo merecen e ignora a los verdaderamente valiosos. Pero si se considera que la envidia es el motor de la ambición personal, como el freno de la ambición ajena, entonces habría que deducir que el envidioso es un ser detestable y peligroso, que busca desprestigiar a su rival para consumar su propia ambición.

La envidia es ese mecanismo psicológico que no permite que nadie tenga ni sea mejor que uno. ¿Por qué él y no yo?, se pregunta el envidioso que no acepta el triunfo ajeno, sobre todo, cuando sabe que la persona envidiada es alguien que un día no tuvo nada y que otro día llega a tener todo, como ocurre en el cuento de La Cenicienta o El patito feo. No hay nada más envidiable en la vida que la suerte de quien posee el juguete que uno mismo quisiera tener. De modo que en esta competencia abierta, en la que uno ambiciona ser y tener lo que es y tiene el otro, es casi natural que el envidioso busque por todos los medios la caída de su rival, impulsado por esa creencia innata de que nadie es tan capaz y perfecto como uno mismo.

En la envidia todo vale: la ley de la selva y el sálvese quien pueda. Los envidiosos, para procurar la caída de su rival: difaman, insultan, acusan y, lo que es peor, cuando ya no les queda más argumentos para hablar en contra, transforman la mentira en verdad y la verdad la convierten en basura, pues los envidiosos suelen ser como las serpientes venenosas y  las navajas de doble filo. Por eso mi abuela, una señora entendida en el vasto tema de la envidia, advertía sin cesar: Cuídate de los envidiosos, que esos te dan un beso de Judas en la mejilla y te clavan el cuchillo de la traición por la espalda. Además, si la envidia fuera tiña, cuánto tiñoso habría. Con ella aprendí que la envidia es el pecado capital del individuo y la hermana melliza de la hipocresía. Aprendí también que la envidia es una sensación que afecta más a los frustrados que a quienes son envidiados por su belleza, inteligencia, triunfo profesional, fama o fortuna. Y, sin embargo, nunca concebí cómo el ser humano puede gozar con la desgracia ajena y entristecerse con la felicidad del prójimo.

Los envidiosos en potencia, que viven a Dios rogando y con el mazo dando, tienen un denominador común: suelen ejercitar la maledicencia y el gusto por encontrarle defectos al sujeto en cuestión, con el fin de exaltar sus debilidades y menoscabar sus virtudes; un contexto en el que los más grandes personajes de la historia se sintieron alguna vez envidiados o envidiosos. En el arte, la cultura, la política y, por supuesto, en el periodismo, abundan quienes conspiran a espaldas de quienes ejercen la misma profesión; no en vano reza el dicho: Tu colega es tu peor enemigo, debido a que la rivalidad del colega se manifiesta no sólo en el celo y el odio, sino también en la traición y el crimen. No obstante, en ningún otro oficio la envidia es tan evidente como en el arte y la política, donde el amigo de mayor confianza puede trocarse en el enemigo más irreconciliable, o como apunta Elena Ochoa: Cuando alguien como nosotros logra con éxito lo que habíamos depositado en el baúl de los sueños, cuando otro consigue aquello a lo que habíamos renunciado, nuestro ego a veces no puede soportarlo, sobre todo si ese alguien, ese otro, está cerca en el tiempo, en el espacio, en edad, en reputación, en nacimiento. Es decir, si es el hermano, el vecino, el amigo, el colega, el conocido. Porque no es el coche, la casa, el traje o el éxito profesional lo que está verdaderamente en juego, sino yo mismo, lo que yo valgo, lo que soy capaz de hacer. El objetivo o la cosa conseguida sólo ha puesto de manifiesto una diferencia insoportable, inesperada. Ha demostrado que ese sueño para mí prohibido es posible para el otro.

El envidioso está acostumbrado a meter cizaña entre los amigos y parientes, con el propósito de lograr sus objetivos a base de engatusar y confabular mentiras. Es un ser peligroso que puede convertir una cofradía en un nido de ratas y serpientes. ¡Ojo!, el envidioso se disfraza casi siempre de amigo, como el lobo de oveja, para causar un daño en el momento menos esperado, pues es un ser astuto que, aun siendo un pobre diablo, se ufana de tener más sapiencia y experiencia. De ahí que cuando se aparece un envidioso, lo mejor es avanzar con los oídos tapados y los ojos bien abiertos, para no escuchar los falsos cantos de sirena ni caer en las trampas que va dejando a cada paso.

La envidia no perdona a quien se trepa a la cúspide de la pirámide o levanta un vuelo por encima del resto. La envidia es un arma poderosa que puede herir o agredir; esto enseña la fábula sobre El sapo y la luciérnaga, que dice más o menos así: Cierta noche, una luciérnaga revoloteaba en el huerto, donde el sapo envidioso le lanzó un escupitajo venenoso. La luciérnaga cayó malherida, pero antes de morir, se dirigió al sapo y preguntó: -¿Por qué me escupes? -Porque brillas, contestó el sapo.

Con todo, a cualquiera que tenga dos dedos de frente, no le será difícil diferenciar entre el envidioso y el que es envidiado, en virtud de que una cosa es el oro del falso brillo de la pirita y otra muy distinta el brillo del metal noble que resiste a las pruebas del fuego.

martes, 11 de septiembre de 2012


EL YATIRI, DE ARTURO BORDA

Tú, yatiri aymara, eres el testimonio vivo, mágico y palpitante de una cultura milenaria; eres el sabio, curandero, adivino y líder espiritual de tu ayllu, cuyas tradiciones y conocimientos, probados en actos rituales mágico-religiosos, te fueron transmitidos de generación en generación y de boca en boca.

Tú, apocalípticamente colosal y absorto en la Vía Láctea, como hubiera dicho el pintor que te retrató, arrojas con la mano derecha las hojas de la coca sobre el chal, mientras que con la izquierda, cuyos dedos rociaron el amargo brebaje a los cuatro vientos, dibujas signos tan misteriosos como tu propia vida. En el fondo del paisaje -lejos de tu wallqepu, vasija de barro, pan y sombrero-, se divisa la tenue línea del horizonte, donde se junta el lago sagrado de los incas con el majestuoso cielo del altiplano. Las tres mujeres, sentadas en el suelo y ataviadas con prendas de llamativos colores, te observan en actitud de admiración y respeto, esperando que las hojas de la coca respondan sus preguntas y despejen sus dudas.

Visto de cerca, pareces un aparapita metido a tata yatiri, pues tienes los pies descalzos, los pantalones remendados y el poncho que, más que poncho, es un harapo tendido sobre tus hombros; luces el rostro barbado, la melena desgreñada y el porte de un marinero en tierra, y, aunque tienes hincada una rodilla y la espalda encorvada como un arco, no posees el aspecto de un indígena aymara -orgulloso de su raza-, sino la apariencia de un criollo que aprendió a leer los misterios del universo en las hojas de la coca.

Tú, yatiri aymara, conoces el origen y el destino de la coca, como el hombre conoce el anverso y el reverso de la mujer amada, pues según cuenta la leyenda, las hojas de la coca son los residuos de una doncella presumida, quien solía burlarse del amor de los hombres a poco de ofrecerles su cuerpo y sus encantos. Entonces los yatiris y amautas, en su afán de evitar que los hombres perdieran la cabeza y se quitaran la vida lanzándose al precipicio, solicitaron la muerte de la doncella, cuyo cuerpo fue seccionado y enterrado en los descuelgues del macizo andino. Al cabo de un tiempo, en esos mismos lugares donde fueron enterrados sus despojos, brotaron unos arbustos que tenían la propiedad de adormecer la mente de los hombres, aliviar las penas del alma y mitigar la sed y el hambre. Así es como los hijos del Sol empezaron a masticar y extraer el jugo de las hojas de la coca, no sólo con fines ceremoniales, medicinales y recreativos, sino también con el propósito de rendirle culto a la Pachamama, quien tuvo la voluntad de trocar el cuerpo de la doncella en un prodigioso arbusto, que tú sabes usar para leer el porvenir de la humanidad y la bienaventuranza de cuantos recurren al espejo de tu memoria, donde se reflejan las leyes divinas de tus ancestros y la sabiduría popular.

En ti se deposita, desde tiempos inmemoriales, el cofre de los secretos de tu ayllu; representas la verdad y la justicia, y eres el hijo pródigo que vive invocando a las deidades de la teogonía andina: al Tata-Mallku y los espíritus protectores del Alaxpacha; a la Pachamama, los Achachilas y espíritus benefactores del Akhapacha; a los Supaya y espíritus malignos y benignos del Manqhapacha. Sólo tú, yatiri andrajoso y ermitaño, muerto y revivido por el rayo, puedes ver la luz en el caos del universo, sin entrar en éxtasis ni en trance como los chamanes, hechiceros y brujos, quienes dicen poseer también poderes sobrenaturales para curar y hacer maleficios por medio de procedimientos y rituales mágicos, que no son una comunicación real con los espíritus del más aquí y del más allá, sino simples actos de birlibirloque y superchería; la prueba está en que tú puedes mirar en las hojas de la coca lo que el oráculo sibilino no puede ver en la bola de cristal.

Tú, conocedor de medicamentos caseros, eres capaz de curar al enfermo desahuciado por las ciencias médicas y devolverle el sentido de la razón a quien la perdió en el laberinto de un amor no correspondido. Sólo tú sabes que la curación, aparte de ser un rito y un acto litúrgico, es un nexo entre lo natural y lo divino.

Aunque tienes una visión aldeana del mundo, porque crees que su eje está en tu marka, no te cansas de recorrer de pueblo en pueblo, cargando al hombro tu wallqepu, donde llevas la coca, las plantas medicinales y las piedras mágicas que vas recogiendo a lo largo del camino. Usas esas piedras de diversos colores y tamaños como talismanes para liberar el alma de quienes están sometidos a los maleficios de las artes ocultas de brujos y hechiceros, y para atraer sobre los sueños toda clase de bienes y venturas materiales y espirituales.

Por si no lo sabías, el artista que te retrató respondía al nombre de Arturo Borda (La Paz, Bolivia,1883-1953), quien, además de poeta, actor y narrador, fue un sindicalista de ideas anarquistas, un bohemio empedernido que conoció los infiernos del alcohol y descendió hacia los bajos fondos del lumpen, en medio de un ambiente hostil que no supo rescatar su talento sino muchos años después de su muerte, cuando la crítica de arte en Nueva York, a poco de descubrir su excepcional vena creativa, lo elevó al nivel de las estrellas pero lejos de la tierra que lo vio nacer. No es casual que uno de sus cuadros, «Retrato de mis padres», haya aparecido en el diario The New York Times en 1965, con una excelente crítica de John Canada.

Algunos dicen que lo vieron compartir la misma botella con los aparapitas de la ciudad, en tanto otros aseveran que lo vieron deambular con un aspecto deplorable, que cualquier hijo de vecino podía confundirlo con un andariego de la limosna. Sin embargo, casi todos coinciden en señalar que ese artista, tenido injustamente por loco, era más cuerdo que el Sancho de Don Quijote y más decente que un caballero de capa y sombrero, pues el hecho de querer indagar los misterios de la luz y la oscuridad no es un acto de locura sino de genialidad.

En 1919, con el dinero que consiguió vendiéndote a una dama de regular fortuna, viajó a Buenos Aires con la ilusión de exponer y vender sus cuadros en las galerías porteñas. A su retorno a Bolivia, frustrado por algunos intermediarios, empezó a abandonar los pinceles y la paleta para retomar la pluma y el papel, que, en veinte años de silencio y aislamiento voluntario, le permitieron re-crear su obra literaria El Loco, que no es la criatura del alma de un perturbado mental, como parece sugerirlo el título, sino la confesión de una mente lúcida que se adelantó a la mediocridad de sus contemporáneos.

Es imprescindible leer El Loco, que la H. Municipalidad de La Paz publicó en tres gruesos volúmenes en 1966, para darse cuenta que en sus páginas, forjadas en el yunque de la realidad y la fantasía, se esconde un excelente artista de la pluma y el pincel, cuya voz angustiosa y solitaria se alza como eco desde el fondo de un espíritu atormentado por la existencia. Nadie conoce los detalles de su vida sentimental, salvo el hecho de que estuvo enamorado de una monja, que en su juventud llegó a ser dirigente sindical, que contribuyó a la fundación de varias publicaciones de izquierda y que se desempeñó como actor y director de escena de los cuadros dramáticos obreros de propaganda socialista Luz y Vida y Rosa Luxemburgo.

Así pues, yatiri aymara, el artista que te retrató fue un hombre de buenos quilates, como deben ser los grandes talentos que hacen de su vida una obra de arte, a pesar de vivir asediados por la incomprensión y la ignorancia. Si me preguntas cómo murió, la respuesta es categórica: falleció de un modo trágico, después de haber ingerido ácido muriático, más por equivocación que por un acto suicida, en estado de ebriedad.

Glosario

Achachila: Espíritu ancestral, divinidad encarnada en las montañas.
Akhapacha: Suelo, aquí, este lugar.
Alaxpacha: Cielo, espacio indefinido donde se mueven los astros.
Ayllu: Familia extensa, grupo consanguíneo, comunidad andina.
Aparapita: Cargador indígena.
Manqhapacha: Subsuelo, adentro, interior.
Marka: Caserío, aldea, pueblo de corto vecindario.
Pachamama: Madre tierra.
Supaya: Demonio, diablo.
Tata-Mallku: Jefe, noble, distinguido.
Yatiri: Adivino, vidente, el que sabe.
Wallqepu: Talega de lana, bolsa pequeña usada por los hombres para llevar coca.

Imagen:

El-Yatiri, La Paz, 1918, óleo sobre lienzo. Colección particular.

viernes, 7 de septiembre de 2012


ELDA ALARCÓN DE CÁRDENAS EN LA ACADEMIA
BOLIVIANA DE LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

La escritora paceña, nacida el 28 de febrero de 1928, ingresó como Miembro de Número a la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, el miércoles 5 de septiembre de 2012, a las 19 Hrs., en la Sala Multifuncional Anexa del Espacio Simón I. Patiño, con un discurso que versó en torno al tema del “Mito y la Leyenda en la Literatura”.

Víctor Montoya, en su calidad de miembro honorario de la Academia, estuvo a cargo de las palabras de bienvenida, en tanto que Liliana De la Quintana, como presidenta y fundadora de esta magna institución, exaltó la vida y obra de Elda Alarcón de Cárdenas, quien fue maestra, catedrática de Literatura Infantil y Directora Académica de la Escuela Normal Integrada Simón Bolívar.

Sus libros, reconocidos por su inherente calidad estética y sus valores éticos, se encuentran entre las joyas de la literatura infantil y juvenil de Bolivia. Su bibliografía tanto en verso como en prosa, casi íntegramente dedicada a los niños, consta de los siguiente títulos: Despertar (1982), Barquitos de papel (1997), Calesita (1999), Leyendas del Ande (2000), Pinceladas (2000) y Manuelito de la Candelaria (2002). Es autora, además, de una vasta obra inédita en todos los géneros literarios.

Elda Alarcón de Cárdenas es una de las precursoras de la literatura infantil boliviana, no sólo porque fue fundadora del Comité de Literatura Infantil y Juvenil, sino también porque es la primera autora que escribió un ensayo teórico sobre el tema, haciendo hincapié en las condiciones que debe reunir un libro destinado a los pequeños lectores.

La Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, en palabras de Víctor Montoya, debe sentirse honrada por contar en sus filas con la presencia de una destacada cultura de las letras nacionales, quien jamás puso en duda la importancia que reviste un libro en el cual se recrea el mundo mágico de los niños, con el afán de estimular su fantasía y desarrollar su intelecto.

Imagen:

Víctor Montoya, Elda Alarcón de Cárdenas y Liliana De la Quintana, el día del solemne acto.