martes, 23 de diciembre de 2014


TRADICIONES NAVIDEÑAS

No hace mucho que el Tío, ni bien asomó el invierno y sintió el frío calándole hasta los huesos, me pidió que lo arropara con bufanda, gorro, poncho y botines de caña alta.

Cumplí con su pedido no sólo por evitarle una pulmonía de mil demonios, sino porque tenía curiosidad por saber cómo se lo veía con una vestimenta diferente a su traje de Lucifer.

–¡Qué buen mozo estoy! –exclamó mirándose en el espejo de arriba a abajo–. Con esta pinta loca cualquiera puede conquistar el corazón de una mujer que busca un hombre exótico, capaz de encenderle la hoguera del amor en sus noches de invierno...
 
–No es tan fácil, Tío –aclaré, mientras abría la botella de vinglögg que compré para invitarle en su primer invierno en Suecia, aunque todavía no cayó la nieve ni el paisaje se vistió de novia.

El Tío, que posee la facultad de mirar a través de las paredes lo que hacen los vecinos, sintió desde hace días los olores de la Navidad, diferentes al de los gases malignos del interior de la mina. Y, al verme vaciar el contenido de la botella en una tetera puesta sobre la hornilla, con clavo de olor, canela y pasas de uva, se calentó las manos con el vaho de la respiración y preguntó:

–¿Por qué compraste vinglögg, cuando podías haber comprado el Casillero del Diablo?

–Porque es la bebida tradicional sueca. Se toma en invierno para aplacar el frío y templar el cuerpo –le expliqué mientras mecía las pasas, la canela y los clavos de olor en la tetera.

Después vacié el humeante líquido en una taza con asa y se la pasé al Tío, quien, de puro sentir el aroma del alcohol, se acomodó en su trono, los ojos iluminados por la alegría y los dientes perlados por la sonrisa.

–Mmm... –musitó al primer sorbo–. Esto me recuerda al ponche, al té con trago y al sucumbe, que se toman en las frígidas noches del altiplano boliviano.  

El Tío, que hasta entonces también vio los adornos de la Navidad en la casa de los vecinos, obedeció al natural impulso de su curiosidad y lanzó la pregunta:

–¿Qué simboliza el arbolito de plástico, lleno de cintas, luces y regalos, que la gente tiene en el lugar más llamativo de la casa?

–Dicen que simboliza el árbol que Dios puso en el Paraíso –contesté–. De ese árbol cuelgan las frutas de la vida, representadas por manzanas, nueces, bizcochos y, en sentido figurativo, por adornos esféricos dorados y plateados, y luces multicolores que se encienden en vísperas de la Noche Buena.

–¡Noche Buena! ¿Cuándo es la Noche Buena? –indagó atravesándome con la mirada y alisándose las barbas.

–El 24 de diciembre, que es la noche en que nació Jesucristo. Dicen que para redimir a los hombres de buena fe y construir un reino de paz y amor en la Tierra.

El Tío se quedó callado y dubitativo, quizás pensando en que él, en su condición de absoluto soberano de las tinieblas, era el único que sabía lo que era una noche buena y una noche mala. Luego aligeró otro sorbo de vinglögg, sin ch’allarle a la Pachamama, y dijo: 

–¿Y cómo se enteraron del nacimiento del Redentor de la humanidad?

–Por medio de una estrella que iluminó los cielos del Oriente. Los Reyes Magos, llamados Melchor, Gaspar y Baltasar, al enterarse del nacimiento del Macías en un pobre pesebre de Belén, acudieron a adorarlo, a lomo de camellos, llevándole preciosos regalos. La tradición cuenta que fueron guiados por la estrella hasta el mismo lugar donde su santa madre lo tenía entre sus brazos después de un parto indoloro, a diferencia del resto de las mujeres que fueron condenadas a parir con dolor debido al pecado original cometido por Eva, quien fue echada del jardín del Edén por haber contrariado las palabras de su Creador y haber cedido a las tentaciones de Satanás convertido en serpiente.

–¡Ah, carajo! –prorrumpió–. Esto que me refieres parece un cuento de hadas. Pero, bueno, dejemos de hablar del Mecías y pasemos a otro tema. Cuéntame, por ejemplo, dónde y cómo pasaste tu primera Navidad en Suecia...

–En un hotel de refugiados, donde me llevaron los policías de inmigración apenas pisé el aeropuerto de Estocolmo. El administrador del hotel alzó su copa de aguardiente y brindó por la felicidad y la buena suerte. Al pie del arbolito, que en realidad era la rama de un abeto natural, estaban los regalos empaquetados y amarrados con cintas multicolores. El administrador, un hombre alto, robusto y rubio como los vikingos, puso su taza en la mesa y, gritando el nombre de los presentes, repartió los paquetes con un gesto amable y una sonrisa de ceja a oreja. A mí me tocó una bolsita de condones Black.

–¿Y para qué condones si no tenías ni mujer? –se rió el Tío y sorbió el vinglögg con fruición.

No supe qué contestar. Se me ruborizó la cara como si el mismo vinglögg me quemara por dentro y, sin darle más chances, preferí proseguir con mi relato:

–Los niños estaban reunidos en otra sala, donde entró un hombre disfrazado de Papá Noel; tenía un gorro en forma de cono, una máscara con los pómulos rosados y la barba blanca; un traje rojo que le daba la apariencia de estar embarazado y unos botines de cabritilla; llevaba una bolsa de regalos al hombro y una lista con nombres en la mano.

El Tío sopló el líquido humeante de la copa y preguntó:

–¿Y quién es ese personaje tan extraño, vestido de rojo como los demonios?

–Es Papá Noel –contesté–. Es el personaje central de estas fiestas de derroche y alegría, de farra y glotonería. Según la tradición escandinava, este viejito vive en los bosques nevados al norte de Finlandia, desde donde llega una vez al año, pero una sola vez, en un trineo tirado por renos. Los niños lo esperan con ansiedad, porque les trae los regalos con los cuales ellos soñaron todo el año. Antiguamente, aparecía por las chimeneas y, antes de desaparecer, depositaba los regalos debajo de las almohadas o dentro de los calcetines que los niños colgaban en la ventana. Mas ahora, que vivimos en una sociedad de consumo desenfrenado, los niños saben que Papá Noel no existe, pero igual lo esperan año tras año.

–Qué coincidencia. Papá Noel y yo nos parecemos –dijo ensimismado–. Él da regalos a los niños y yo les doy el mineral como regalo a los mineros. Él  aparece y desaparece por las chimeneas, y yo aparezco y desaparezco en las galerías...

–Sí, Tío –le dije–, pero en algo más se parecen.

–¿En qué, pues?

–En que Papá Noel, a modo de castigo, no distribuye regalos a los niños desobedientes, como tú no concedes los pedidos a quienes no te respetan ni te rinden pleitesía.

–¡Bien dicho, carajo! –concluyó, tomándose con gusto el último sorbo de vinglögg.

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Vinglögg: Ponche navideño sueco.
Tío: Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinde pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

jueves, 18 de diciembre de 2014


HOMENAJE A LOS MINEROS DE BOLIVIA

En este nuevo aniversario del Día del Minero Boliviano, instaurado en memoria a los caídos en la masacre de Catavi, el 21 de diciembre de 1942, quiero rendirles un homenaje personal a los hombres y las mujeres que, enfrentándose heroicamente a las tropas militares al servicio de los regímenes anti obreros, ofrendaron su sangre por una causa justa, por reclamar mejores condiciones laborales y de vida; una constante del sindicalismo combativo que ha dado magistrales lecciones de dignidad y de lucha.

Ya lo dije en repetidas ocasiones: los mineros han marcado a fuego mi vida y mi obra literaria. A ellos les debo mi conciencia revolucionaria y les estoy eternamente agradecido. Ellos fueron los maestros que forjaron mis ideales de justicia y ellos me enseñaron que la palabra libertad no es un concepto abstracto, sino un derecho fundamental que se debe conquistar para vivir en una sociedad más armónica y equitativa, donde todos seamos iguales y nadie sea más que nadie.

Los mineros, desde que tengo uso de razón, han estado presentes en mi mundo familiar, en el fondo de mi corazón y han poblado mi mente con sus testimonios personales, con los cuentos vividos y sufridos al fragor de la miseria, con los triunfos y las derrotas inherentes a la lucha de clases, donde los proletarios, armados con los principios ideológicos del socialismo, se constituyeron en la vanguardia de un pueblo decidido a romper con las cadenas de la opresión, impuestas por el imperialismo y sus cipayos nativos.   

En mi infancia, que transcurrió en las poblaciones mineras de Siglo XX y Llallagua, al norte del departamento de Potosí, me sentí impactado por el asesinato de mi tío César Lora, acaecido en julio de 1965, y por la desaparición de mi vecino Isaac Camacho, en julio de 1967; dos líderes obreros que fueron víctimas de la CIA y del gobierno dictatorial de René Barrientos Ortuño. El cobarde asesinato de estos luchadores del sindicalismo nacional, me enseñó que el camino hacia la libertad estaba sembrado de peligros y que, a veces, era necesario sacrificar la vida para alcanzar el sueño soñado y abrir las grandes alamedas de la libertad.  

Otro episodio que gravitó en mi vida de manera decisiva, para que asumiera también como mía la lucha de los trabajadores, fue la masacre minera de San Juan, acaecida en la madrugada del 24 de junio de 1967, cuando yo tenía nueve años de edad; una tragedia que me tocó las fibras más íntimas y me convirtió en uno de sus testigos. Aún conservo en la memoria, como un recuerdo vivo y fulgurante, los incidentes de ese emblemático acontecimiento histórico, que comenzó siendo una fiesta y terminó siendo una tragedia. Las tropas militares hicieron gala de su brutalidad sanguinaria y las familias mineras lloraron a sus muertos entre velos teñidos de sangre.

En mi adolescencia he andado y desandado por la pampa María Barzola, unas veces cuando cruzaba el río por el puente colgante para ir a ver las películas que exhibían en el Teatro Simón I. Patiño, que el magnate minero hizo construir con bloques de piedra labra enfrente del ingenio de procesamiento de minerales de Catavi; y, otras veces, cuando iba a los balnearios de aguas termales, donde las familias mineras se daban cita para ingresar al baño turco, casi siempre reservado para los técnicos de la empresa, o al baño obrero, destinado a los trabajadores de bajo rango en la escala laboral.   

En el ciclo intermedio Junín, cuyo edificio estaba construido cerca de una enorme cruz plantada en un pedestal de cemento, donde había una lápida en cuyo epitafio se recordaba a los caídos en la masacre minera de 1942, cursé el séptimo grado escolar y aprendí a declamar los versos de El pájaro revolucionario, del eximio poeta tarijeño Óscar Alfaro. Años más tarde comprendí que mi maestra de lenguaje, que puso en nuestras manos las poesías de compromiso social del poeta de los niños bolivianos por excelencia, estaba también comprometida con la causa de los desposeídos y que su labor pedagógica, basada en los preceptos educativos de Paulo Freire, tenía la función de concientizar a los estudiantes por medio de la palabra escrita, cuya máxima expresión está en los versos capaces de sintetizar los pensamientos y sentimientos de un pueblo que, entre los flujos y reflujos de los acontecimientos sociales, lucha por conquistar la libertad y enarbolar las banderas de la justicia social.

Cuando me hice dirigente de los estudiantes del Colegio Primero de Mayo, no dudé un instante en que uno de nuestros deberes era apoyar la lucha de los trabajadores mineros, que en su gran mayoría eran nuestros padres, y actuar mancomunadamente junto a las valerosas amas de casa, que en su gran mayoría eran nuestras madres. Así aprendí que el sindicalismo revolucionario era la savia que mantenía viva las esperanzas de construir un mundo diferente al que nos ofrecía el capitalismo salvaje. Aprendí también mucho de las amas de casa, quienes, además de cumplir con las tareas del hogar, se daban tiempo para participar en la vida sindical junto a sus hijos y maridos.

A mediados de los años 70, en plena dictadura militar de Hugo Banzer Suárez, compartí la resistencia organizada junto a los dirigentes mineros del sindicato de Siglo XX, quienes me enseñaron en la práctica -con su moral de lucha, su convicción ideológica  y su estoicismo inquebrantable ante las adversidades- que no se debe claudicar antes de haber librado la batalla.

Con doña Domitila Barrios de Chungara coincidí en las asambleas convocadas en la Plaza del Minero, en el Congreso de Corocoro, en mayo de 1976; en el interior de la mina, donde nos refugiamos durante la intervención militar; y algunos años más tarde, ya en la diáspora del exilio, volvimos a reencontrarnos en la ciudad de Estocolmo, donde organizamos una marcha de protesta contra el sangriento golpe militar que, en julio de 1980, protagonizaron Luis García Meza y Luis Arce Gómez, financiados por los narco-dólares y secundados por un grupo de paramilitares que tenían órdenes de liquidar físicamente a los agitadores de la izquierda, como lo hicieron con Marcelo Quiroga Santa Cruz y otros mártires del movimiento obrero y popular. 

No cabe duda de que en las aulas del ciclo intermedio Junín, ubicado en la pampa donde cayó María Barzola envuelta en una bandera tricolor y bajo una lluvia de balas, y donde se firmó la ley de nacionalización de las minas el 31 de octubre de 1952, nació mi interés por cultivar la literatura de ámbito minero, convencido de que la literatura tenía la fuerza de reflejar, con mayores o menores aciertos, la realidad social y el realismo fantástico de un mundo lleno de socavones y topos humanos, donde las epopeyas de las luchas sociales se amalgamaban con los mitos y las leyendas de la tradición oral.  

Las consejas mineras que escuché desde niño, unas veces con temor y otras veces con regocijo, estimularon mi fantasía y mi interés por narrar historias en torno a la imagen mitológica del Tío, que representa el mestizaje cultural y el sincretismo religioso entre las creencias paganas ancestrales y la religión católica impuesta por los conquistadores. El Tío, tanto en el imaginario popular como en mis textos literarios, es el amo de los mineros y el guardián protector de las riquezas minerales. Es dios y diablo en la cosmovisión andina, una auténtica deidad en la que depositan sus esperanzas los trabajadores del subsuelo, quienes le temen con cariño y le rinden pleitesía ofrendándole cigarrillos, hojas de coca y botellas de aguardiente.

Por todo lo mencionado, y en conmemoración a la masacre perpetrada en la pampa María Barzola en diciembre de 1942, rindo mi más ferviente homenaje a los mineros bolivianos y espero que mi modesta obra literaria sea el mejor tributo a su memoria histórica. Por eso escribo sobre la temática obrera y sus asuntos, con un deseo y sentimiento que nacen desde lo más hondo de mi corazón, pues todo lo que sé, como ya se los manifesté, se los debo a los trabajadores mineros de Bolivia.  

miércoles, 10 de diciembre de 2014


LA VANIDAD DE UN POETA

Hace un tiempo atrás, mientras les echaba un vistazo a las páginas digitales de la prensa boliviana, leí una nota que anunciaba la presentación de un poemario escrito en inglés por un poeta cuyo nombre prefiero mantener en el anonimato. En ella se decía, entre otras cosas, que se trataba de la primera obra en inglés de la literatura boliviana. Cuando el periodista le preguntó al autor por qué había escrito un libro de poemas en inglés, éste contestó: quizás porque he escrito ya en francés y en otros idiomas, tal vez porque es algo que nunca se ha hecho antes en Bolivia... Luego añadió: ¡Se me ocurrió una locura!...

No cabe la menor duda, pero la locura real está en la vanidad de presentarlo ante un público que apenas carraspea los anglicismos que aparecen como interferencias en nuestra lengua materna. No es casual que él mismo admita su situación de incomprendido en Bolivia cuando dice: Había tiempos en los que me sentía un paria, porque hay más gente que lee mis obras en Londres y Noruega que en mi propio país. ¿Y qué quería nuestro poeta?, ¿qué los bolivianos aprendamos el inglés para leer sus obras?

Espero, sinceramente, que el poeta en cuestión no se trepe a las nubes ni se le suban los humos por el simple hecho de haber escrito unos versos en inglés, pues aun siendo un mérito el ser bilingüe, trilingüe o políglota, puede ser contraproducente la ciega ambición de buscar la fama impresionando a los más incautos; cuando en realidad, en estos tiempos corroídos por el arribismo y la superficialidad, es necesario anteponer la humildad a la soberbia, al menos como una actitud poética digna de encomio.

Si bien es cierto que la poesía no tiene fronteras ni banderas, es cierto también que el idioma tiene sus limitaciones concretas. Por eso mismo, escribir un poemario en inglés, en un país donde son pocos quienes leen versos en la lengua original de Shakespeare y Whitman, es, más que un acto de locura, un esnobismo que no conoce fronteras, una petulancia de la que suelen adolecer los jóvenes talentos, diría el escritor chuquisaqueño Raúl Teixidó.

Admito que existen escritores bilingües como fue el caso de Adolfo Costa du Rels, quien escribía con la misma destreza tanto en español como en francés, pero con el cuidado de entregar la versión francesa a los lectores galos y la que estaba en español a los hispanoamericanos. No conozco a otro autor que se haya atrevido a presentar su obra en inglés en un país donde las mayorías hablan español, quechua o aymará, pues me imagino que esa debe ser una situación tan extraña como la del mudo refiriéndose a sordos. Ahora entiendo mejor el porqué Blanca Wiethüchter, en una de sus entrevistas, definió a Bolivia como país surrealista. Claro está, en un territorio donde todo es posible, es también natural que el tuerto se haga el rey entre los ciegos.

Si la poesía es leída por la inmensa minoría, de la cual hablaba Juan Ramón Jiménez, entonces la publicación y presentación de un poemario en inglés deber ser como una gota de agua en un inmenso océano, pues no conozco a un solo poeta nacional que se haya dado el lujo de publicar cientos de ejemplares de un poemario, debido a la inexistencia de un mercado que le permita vender y difundir la obra de su creación. Ni siquiera los vates más notables de la literatura nacional han vivido de la venta de sus libros. Por ejemplo, el afamado Jaime Saenz, como la mayoría de los poetas bolivianos cuyas obras están destinadas a un círculo reducido de lectores, imprimía sus libros de manera artesanal y numerada, a veces no más de doscientos ejemplares que eran distribuidos entre amigos y conocidos, y casi siempre financiados con dineros prestados o de su propio bolsillo.

A estas alturas de la historia, me pregunto: ¿para qué escribir en inglés, si tenemos un idioma en constante expansión tanto geográfica como demográficamente? Pues sirve de vehículo de comunicación aproximadamente a 548 millones de individuos. Sólo en EE.UU. hay cerca de 35 millones de hispanohablantes y en el Viejo Mundo, sin tomar en cuenta a España, son varios millones los europeos que estudian el español como lengua extranjera; datos aproximativos que permiten constatar que el idioma de Cervantes es la tercera lengua más hablada en el mundo, después del chino mandarín y el inglés. De modo que el español, como sistema lingüístico y como vehículo de comunicación, es una lengua de cultura de primer orden; geográficamente compacta y de rápida expansión internacional desde la época de la colonización americana y las posteriores olas migratorias que se han experimentado a lo largo de cinco siglos. Además, aunque algunos países incluyen grandes zonas bilingües o plurilingües como el boliviano, el español sirve de medio de comunicación entre las diferentes comunidades que comparten un mismo territorio nacional.

Volviendo al caso de nuestro poeta despistado, se debe advertir que la capacidad de escribir en una segunda o tercera lengua no debe ser un acto de vanidad ni de esnobismo, porque se corre el riesgo de que el complejo de superioridad se convierta en un complejo de inferioridad, si se parte del criterio de que escribir en inglés o francés, y no en quechua o aymará, es sinónimo de ser más culto y civilizado, un craso error que se mantuvo vigente durante la colonia y la república, hasta que por fin hoy, bajo la dirección del actual Estado plurinacional, se están introduciendo los cambios necesarios en el sistema educativo, no sólo con el afán de que el bilingüismo y trilingüismo sea más activo, sino también con el firme propósito de que a las lenguas originarias se les conceda la importancia y el respeto que se merecen.

Considero que los escritores bolivianos, a excepción de quienes son bilingües o trilingües por razones obvias, deben seguir escribiendo en el idioma aprendido en el pecho materno y en el que esté más cerca del corazón; es más, el deber de los escritores estriba en evitar la extinción de un idioma por muy minoritario que éste sea en el constelación de las lenguas dominantes del mundo actual. Qué ganarían nuestros autores al escribir en lenguas prestadas, pues no sería lo mismo para los bolivianos leer las obras de Pedro Shimose en japonés, de Eduardo Mitre en árabe, de Blanca Wiethüchter en alemán, de Franz Tamayo en francés o este artículo en sueco.

De pasadita, valga recalcarle a nuestro poeta despistado que no se gana la fama ni la fortuna porque se escriba en un idioma prestado, por mucha que éste sea el mejor instrumento de la mentada globalización -bobalización, diría Eduardo Galeano-, sino con originalidad y con la intención de colocar a una pequeña aldea en el mapa universal. Por lo demás, si la obra de creación está bien concebida, tanto ética como estéticamente, de seguro que ésta será nomás traducida un buen día al resto de los idiomas confundidos en la Torre de Babel. Ahí tenemos el caso de los Premios Nobel de Literatura, quienes, sin haber dejado de escribir en su lengua materna, han sido reconocidos y galardonados por haber aportado con su talento al pluralismo cultural y multilingüe de la humanidad.

Por último, lejos de la vanidad muy propia de los jóvenes creadores, me tomo la libertad de convocarlos a que nos atrevamos a ser bolivianos, a conservar nuestra diversidad idiomática -entre ellas el español- y a sentir orgullo de nuestra cultura y sus tradiciones, que son los patrimonios más significativos que un pueblo puede dejar como herencia a las generaciones del porvenir, con un sentimiento genuino que se refleje en todos los ámbitos de la vida cultural.

martes, 2 de diciembre de 2014


SOÑAR CON EL TÍO

Todo parece estar dicho: el Tío -mi Tío-, como advirtiéndome que allí donde manda capitán, no manda marinero, se metió en mi mundo onírico para impedir que sueñe con angelitos y escuche, como por línea telefónica, los mensajes del divino salvador.

Como ustedes ya saben, cada vez que caigo en un profundo sopor, en el que a veces me veo transportado a otras dimensiones, sueño impajaritablemente con el Tío, como si lo tuviera metido bajo la piel o él me tuviera delante de sus ojos que, más que ojos, parecen dos pozos de lodo y fuego.

En las secuencias del sueño, que duran entre 100 y 120 minutos, no se me aparece como en las películas de Chaplin, en escenas torpes ni en blanco y negro, sino en tecnicolor como en las películas de cinemascope. ¿Quién sabe por qué? Quizás porque el Tío tiene la facultad de filtrarse en el subconsciente con la misma facilidad con que se filtran las imágenes por la retina de la memoria.

Lo insólito del hecho es que, a pesar de avanzar contra su voluntad suprema, me siento poseído en cuerpo y alma por su espíritu demoniaco. Él mira todo a través de mis ojos y blasfema contra todos a través de mi boca, utilizándome como un médium cada vez que se le pega la santísima gana.

En los minutos y segundos del sueño, donde el Tío se me aparece, ora vestido de Lucifer, ora vestido de minero, no me atrevo a decirle nada por temor a herir su sensibilidad y menos a reprocharle por temor a herir su orgullo, pues un simple disgusto podría ser suficiente para encender la chispa de su furia y el principal motivo para poner fin a mi vida.

Anoche, como casi todas las noches, lo vi caminando de puntillas, en medio de la mortecina luz que emanaba el pabilo de la vela, y acercándose hacia mí, con un dedo en la boca como para imponerme silencio, se sentó en la cama. Puso la palmatoria en el velador, tomó una de mis manos entre las suyas y me habló así: Ahora que eres mi siervo y aliado, espero que no te eches pa’atrás y te arrepientas del pacto que sellaste conmigo. Tú me diste vida con tu imaginación, como Dios le dio vida al primer hombre con su divino aliento. Tú te esforzaste para que mi estatuilla, forjada en roca y arcilla, tuviera vida, voz y movimientos, y para que castigara a los que, en actitud de rebeldía y soberbia, desobedecen mis mandatos de soberano de las tinieblas, aun sabiendo que soy el absoluto dueño de las minas y sus riquezas.

Yo, viéndome rendido a merced del Tío, cuya mirada me atravesaba como un relámpago de fuego, primero me alegré por dentro y, a poco pensar que la cosa iba en serio, me angustié como nunca y dije para mis adentros: ¡Pucha, caray! ¿Por qué mierdas vendí mi alma al diablo? ¿Ahora qué hago?

Y como no sabía qué hacer, quise gritar, chillar, pedir auxilio, pero fue inútil; tenía la garganta seca y cerrada. Me sentía como una porquería cualquiera, como una criatura soltada de la mano de Dios, quien, por cierto, hace mucho ya que me negó su misericordia y me cerró las puertas de su paraíso celestial.


El Tío se levantó de la cama, alzó la palmatoria del  velador y, retirándose a paso lento y sin despedirse, se perdió detrás de la puerta, dejándome sumido en un remanso de dudas y temores. Lo más jodido es que uno, por mucho que no quiera, ama más al diablo que a Dios. Quizás sea porque dentro de nosotros habita más la maldad que la bondad de la leche humana. ¿O me equivoco?

Cuando desperté, el sol se encontraba en su punto más alto y en el cuarto aún flotaban palabras e imágenes difusas, como si el mismísimo Tío, a modo de macanearme más de la cuenta, los hubiese dejado allí, con la intención de hacerme creer que todo lo que forma parte de la realidad, forma también parte del mundo onírico en cuyo telón de fondo se reproducen, como en una película proyectada en función rotativa, las palabras e imágenes que bullen en el pozo de la memoria.

Desde que lo conocí al Tío, en mi primera visita al interior de la mina, no he dejado de pensar en él ni un solo instante. Lo llevo conmigo por donde ando y desando, como si fuese mi propia sombra, dispuesto a no dejarme vivir en paz, ni de noche ni de día. Y lo que es más grave, a veces, me parezco a él en los dichos y los hechos, pues queriendo hacer el bien, como todo filántropo de capa y espada, siempre acabo haciendo el mal por la maldita suerte de haber nacido de pies y no de cabeza.  

Apenas me senté en la cama, empecé a llorar bajito, como si el sueño hubiera sido una realidad y no un simple reflejo de mi fuero interno. Así estuve por un tiempo, hasta que escuché una voz llamándola desde el patio, donde los inquilinos de la casa, vestidos de luto y con guirnaldas de flores artificiales, se congregaron para asistir a mis funerales.

Eso sí, no puedo resistir a la tentación de compartir con ustedes mis sueños con el Tío, aunque siempre que escapo de sus garras, despertándome empapado en sudor y con una angustia devorándome por dentro, me siento como un condenado que retorna al reino de los vivos, cargando a cuestas un miedo acosador, que ni pa’qué les cuento.

Por lo demás, ustedes me dirán qué debo hacer para liberarme de él y de los sueños que, más que experiencias oníricas, parecen pesadillas metidas en el fondo de mi alma, atormentándome con la misma inmisericordia con que un amo atormenta a su esclavo, venga de donde venga. ¡Qué carachos!

Cuando encuentren una posible solución a mi problema existencial, les suplico que, por favor, me lo hagan saber a través de mi blog, correo electrónico o cuenta de Twitter; de lo contrario, esto que escribo después de haber huido de mi más reciente pesadilla, será lo último que les cuento en vida.