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jueves, 18 de enero de 2024

LAS BRUJAS

Mi abuela contaba que algunas brujas tenían pies palmeados como los de un pato, cola de pez, pechos descomunales y que eran feas con ganas, pero que podían cambiar de apariencia por medio de consumir pócimas mágicas, convirtiéndose en mujeres jóvenes y bellas, con largas cabelleras que peinaban con peinetas de oro y cuerpos esculturales que lucían lujosas prendas hechas con telas exclusivas y joyas llenas de piedras preciosas.

Las brujas podían transformarse, después de salir del encantamiento, en mujeres acaudaladas que poseían grandes riquezas y eran dueñas de suntuosas mansiones. Sus palabras, que emergían de su boca azotadas por una lengua larga como el látigo, poseían poderes sobrehumanos y su mente la capacidad de adivinar el futuro de cualquiera, con solo mirarle a los ojos y tocarle la palma de la mano. Además, podían comunicarse con los espíritus del mal y con los difuntos. Preparaban ponzoñosos ungüentos, en base a fórmulas secretas, para untarse en el cuerpo, desde los cabellos hasta la punta de los pies, para ser invencibles e invisibles. Bebían brebajes afrodisíacos e infusiones que tenían efectos especiales como alucinaciones y orgasmos, y que atraían a los hombres como a las moscas a la miel. 

Las brujas eran más activas de noche que de día. Se parecían a Satanás, que tenían el atributo de disfrazarse de un sinnúmero de animales domésticos y salvajes. Se desplazaban por los aires montadas a horcajadas en el palo de una escoba, volaban rápidamente gracias a los poderes concedidos por el diablo y se transportaban, de un lado a otro, empujadas por una violenta ráfaga de viento. A veces, se parecían a una criatura mitad humano mitad carnero, con cuernos en la cabeza, patas de cabra desde las caderas hasta las pezuñas, orejas puntiagudas, abundante cabellera, nariz chata, cola de caballo, dentadura con colmillos y ojos de fuego. Caminaban como los humanos, pero  se comportaban como los demonios; gustaban de las bebidas espirituosas, eran amantes de los hombres jóvenes y disfrutaban de los placeres físicos y la  promiscuidad sexual. No había luz de la divinidad que las intimide ni ley humana que las dañe. Ellas eran dueñas absolutas de su cuerpo, como eran juezas supremas de sus dichos y hechos.

Cuando le preguntaba a mi abuela si realmente existían esas mujeres, que eran más poderosas que todos los santos juntos, ella, sin sonrojarse ni sentir una pisca de pudor, me contestaba que sí, que incluso algunos parroquianos, bajo los efectos del alcohol y el delirio, las veían, en las noches lóbregas y sin estrellas, bajar desde la punta de los cerros en carrozas de fuego, tiradas por briosos corceles de seis patas, llevando al mismísimo diablo, con aspecto de macho cabrío, nada menos que sentado en sus faldas y mamándoles los senos.

Las brujas que conoció o imaginaba mi abuela no eran de este mundo, sino de otro que no fue creado por Dios sino por Satanás. Se comían vivos a los niños recién nacidos y volaban por las noches como thaparankus (mariposas nocturnas de gran tamaño), buscando posarse en el cuello de un hombre para chuparle la sangre hasta dejarlo sin fuerzas ni conocimiento. Solo cuando sus víctimas caían desmayados al suelo, emprendían vuelo en plenilunio y desaparecían bajo el argentado reflejo de la luna y entre los mortecinos mantos de medianoche.

Si alguna vez le preguntaba cómo podía hacer para conocer a una de esas brujas, mi abuela se limitaba a mirarme con ternura, como cuando era niño, y no decía nada. Pero si yo insistía en buscar una respuesta a mi pregunta, ella volvía a mirarme y, convirtiendo su voz en un extraño siseo, me contestaba que las brujas estaban en todas partes, pero que solo se dejaban ver con los hombres y las mujeres que creían en ellas, como cuando uno cree en el Creador, aunque nunca se lo haya visto en ninguna parte, porque cuando uno experimenta un trance de profunda fe, puede ver lo que no existe y oír voces en medio del silencio.

Yo me quedaba pensativo, pero con la piel erizada de miedo y el corazón latiéndome con fuerza, como si un sapo se me hubiese metido en el pecho. Al fin y al cabo, comprendía que las historias de brujas eran como todas las historias que nacían de la imaginación de los humanos, quienes, si fueron capaces de crear a seres divinos, cómo no podían ser capaces de crear a seres demoniacos y malignos, ya que tanto el bien como el mal son como la luz y la sombra metidas en el corazón y la mente de los simples mortales.        

Las brujas que conoció mi abuela, como ya mencioné, no existían más que en su imaginación, aunque a decir verdad, ella era una de las mujeres que bien hubiese querido ser una de ellas, para metamorfosearse en lo que quisiera y burlarse de los sentimientos de mi abuelo, que no soportaba a las mujeres que tenían poderes mágicos, sociales, políticos, culturales o económicos. Lo que mi abuelo prefería, de todo corazón, era tener una mujer sumisa y doméstica, que le sirviera en la mesa y en la cama sin desobedecer los mandados ni quejarse de su condición de mujer domada.

Las brujas de las que hablaba mi abuela, con tanto entusiasmo, formaba parte de su pensamiento secreto, de su deseo de rebelarse contra el patriarcado y tumbar las costumbres atávicas de las mujeres que soñaban con ser brujas, al menos, una vez al año y con todos los atributos que poseían ellas, que salían volando de la ingeniosa fantasía de mi abuela, mientras mi abuelo le miraba despreciándola, sin muchas palabras, pero consciente de que las mujeres que se rebelaban contra la palabra divina eran como las brujas, capaces de meterse en el cuerpo y la mente de cualquiera que decidía romper con uno de los sagrados mandamientos del Todopoderoso y repetir el mismo pecado que cometió Eva en el Jardín del Edén.

Alguna vez, le escuché decir a mi abuelo que las mujeres libertinas, que tenían la capacidad de infiltrarse en la vida urbana y hasta mezclarse con las ceremonias de la religión católica, eran una lacra social y una amenaza para las buenas costumbres cristianas, ya que la mujer, desde el día de su matrimonio, debía prometer sumisión, pero no al demonio sino al marido. En cambio mi abuela las consideraba mujeres emancipadas, revolucionarias y víctimas de las persecuciones desatadas por los padres de la Iglesia. Decía que las brujas fueron las primeras feministas ejecutadas por sospechas de herejía en la época oscurantista de la Inquisición.

Al final, cuando fallecieron mi abuela y mi abuelo, ella debido a una enfermedad desconocida y él a causa de su vejez, comprendí que las brujas de mi abuela eran personajes que simbolizaban su deseo de liberarse de las ataduras que le impuso una sociedad  que no respetaba los derechos de la mujer. Asimismo, comprendí que los reproches que salían de la boca de mi abuelo, como dardos envenenados por la desilusión y el odio, representaban a un sistema machista, donde el hombre debía someter a la mujer por haber sido creada de una de las costillas del hombre, no porque esta situación lo hubiese decidido mi abuelo, sino porque así lo quiso el Altísimo desde el origen de los tiempos.

En cualquier caso, las brujas imaginadas por mi abuela no eran tan malas como las describían los inquisidores, sino, simple y llanamente, mujeres que transgredían las leyes divinas y criticaban las costumbres morales que las ataban de pies y manos, y las hacían creer que lo que Dios unió, como en el acto del matrimonio religioso, no lo podía separar nadie, aunque en la vida real eran más las parejas que vivían en pecado que en santidad, salvo quienes estaban dispuestos a soportarse hasta el fin de sus días, atados por los lazos del verdadero amor, sin necesidad de imaginar más brujas en la mente ni dar espacio a las fuerzas malignas en los laberintos del corazón.

domingo, 7 de mayo de 2023

 

EL VÁTER DE KING KONG

Estando de visita en la ciudad de Gijón, la costa del Principado de Asturias, no perdí la ocasión de ir a conocer, en compañía de mi amigo Baristo Lorenzo, la escultura de Eduardo Chillida, cuya majestuosa obra de hormigón, de diez metros de alto y quinientas toneladas de peso, está emplazada en el Cerro de Santa Catalina, cerca del barrio marinero de Cimadevilla.

Así fue como una tarde de julio de 2005, de cielo despejado y brisas cálidas, subimos por los senderos trazados en el césped hasta llegar a lo alto del Cerro de Santa Catalina, para contemplar la escultura Elogio del Horizonte, del artista Eduardo Chillida, que se levanta en un montículo de cara al mar, como un cuerpo con los brazos abiertos que abarca el horizonte, y que los lugareños conocen también como El Váter de King Kong, debido a que su estructura tiene un parecido al inodoro de un retrete, donde podría posarse sin dificultades el gigantesco trasero de ese animal monstruoso y sentimental, que llegó primero a la literatura y después al celuloide del séptimo arte.

Contemplarla en toda su dimensión escultórica, ya sea a la distancia o de cerca, da la sensación de que uno se encuentra en medio de un entorno surrealista, donde el Elogio del Horizonte, integrado en el paisaje, se yergue como un monumento marmóreo entre la intensidad azul del Cantábrico y el inmenso azul del cielo, ocupando un considerable espacio en una verdosa colina que evoca los versos del poeta Pedro Garfias, quien, en uno de sus poemas, dice: Asturias, verde de montes y negra de minerales.

Mientras mi amigo Baristo Lorenzo, director de la editorial Ediciones del Norte, se ocupaba de captar imágenes costeras con su poderosa cámara fotográfica, yo no me cansaba de escuchar el rumor del mar cantábrico, cuyas mansas olas se golpeaban contra los acantilados y cuyas azulinas aguas se perdían en el lejano horizonte, en cuya línea horizontal se mecían algunas naves como balsas de totora.

El artista Eduardo Chillida, exjugador de fútbol y autor de magníficas obras tanto en hormigón como en hierro y acero, no sé en qué estaba pensando a la hora de crear esta majestuosa escultura, pero tengo la sospecha de que él no imaginó que su obra denominada Elogio del Horizonte, sería más conocida como El Váter de King Kong; todo un elogio para una temible y peluda bestia de las ficticias selvas de Isla Calavera, que tenía el corazón del tamaño del cuerpo y la capacidad de enamorarse de la belleza de una mujer del tamaño de su mano; una relación imposible que podía advertirse desde un principio, como en las clásicas historia de amor donde el enamoramiento entre la Bella y la Bestia podía tener un desenlace feliz o fatal, como ocurre con King Kong en la película clásica de 1933, que inmortalizó a su director Merian C. Cooper, expiloto de guerra y creador de uno de los personajes más emblemáticos del cine de ficción y monstruos.

La escultura de considerables dimensiones es un abrazo entre la tierra y el mar, donde predomina el juego de volúmenes y formas abstractas, junto a las líneas horizontales, verticales y curvas; una sinfonía de hormigón que forma parte de la naturaleza y la historia artística de Gijón desde que se inauguró el 9 de junio de 1990, ante la presencia de artistas, vecinos y autoridades locales.

Esta escultura del vasco Eduardo Chillida, que llama la atención tanto de los nativos como de los turistas extranjeros, es una de esas obras de arte que debe visitarse alguna vez en la vida, para así saberse que uno estuvo en la ciudad marítima más poblada de Asturias, pues quien no haya subido al Cerro Santa Catalina ni haya visto El Váter de King Kong, no puede ufanarse de haber estado en Gijón, la tierra de los astilleros, las garúas pasajeras, las cuencas de carbón, la buena sidra y las históricas luchas de los mineros acostumbrados a los vahos del diablo.

Breves datos del artista

Eduardo Chillida Juantegui (San Sebastián, 1924 – 2002). Fue uno de los más importantes escultores españoles del siglo XX. Hijo de un militar y una ama de casa aficionada al canto. Estudió arquitectura en Madrid, aunque nunca culminó sus estudios, dedicándose a cultivar el arte del dibujo y la escultura desde 1947. En su adolescencia y juventud adquirió una buena reputación como portero de fútbol, llegando incluso a ser titular de la Real Sociedad, hasta que sufrió una infortunada lesión, que lo obligó a alejarse del deporte que más amó en su vida.

Tiempo después, buscando un ambiente creativo más propicio al que se vivía en la España franquista, se trasladó a París. Allí entabló amistad con el pintor Pablo Palazuelo y conoció de primera mano la obra de artistas como Pablo Picasso, Julio González y Constantin Brancusi.

Sin embargo, agotado y frustrado, abandonó la capital francesa para volver a su tierra natal en 1951. Se instaló en el País Vasco, donde comenzó a trabajar en la fragua de Manuel Illarramendi, quien le enseñó los seculares secretos del arte de la forja de los metales, así aprendió a realizar esculturas en hierro, con deslumbrante capacidad creativa y manual. Forjó piezas como Elogio del aire, Música callada, Rumor de límites y El peine del viento. Esta última fue trabajada, en sus distintas versiones, durante más de quince años y es una de las obras más conocidas del artista.

En su búsqueda de nuevos materiales y soportes para crear más obras, a la luz de los grandes escultores de la Grecia clásica y el Renacimiento, realizó esculturas en madera y acero, uno de los materiales en los que trabajaba más a gusto, permitiéndole concretizar varias de sus relevantes esculturas de los años ochenta y noventa. Expuso en galerías y museos de diversas ciudades de Europa y Estados Unidos.



domingo, 5 de febrero de 2023

 


COMER FABADA CON PACO IGNACIO TAIBO II

A mediados de julio de 2005, viajé a la ciudad asturiana de Gijón, invitado a la Semana Negra, que anualmente reúne a escritores de novelas policíacas. En realidad, yo estaba en el festival para presentar mi libro Cuentos de la mina, que acababa de ser publicada en Asturias por la Editora del Norte. Se entiende que no estaba como autor de novelas policíacas, sino de una literatura más negra que las novelas negras. Así que, antes y después de cumplir con mis actividades programadas en las minas de carbón de Cangas del Narcea y Cuenca del Nalón, los escritores nos reuníamos para almorzar y cenar en el restaurante de un hotel céntrico de la ciudad. 

Uno de esos días, sin pensarlo ni proponérmelo, me encontré con el escritor y activista sindical Francisco Ignacio Taibo Mahojo, más conocido como Paco Ignacio Taibo II, quien era el responsable del evento cultural de la Semana Negra. No lo conocía más que por referencia y algunos artículos que leí sobre su vida y su obra en la prensa. Me llamaba la atención más por haber escrito la biografía del comandante guerrillero más famoso de América Latina -Ernesto Guevara, también conocido como el Che, basada en una extensa y rigurosa bibliografía-, que por sus novelas policíacas, las mismas que tuvieron una amplia difusión en más de una veintena de países.

De Paco Ignacio Taibo II no sabía nada más hasta entonces, salvo que fue merecedor de premios internacionales y que publicó su primer libro a los 22 años de edad, que estudió sociología y literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México, que fundó y dirigió varias publicaciones de carácter sociocultural y que, como parte de su larga trayectoria como periodista y gestor cultural, fundó Para Leer en Libertad AC, proyecto de fomento a la lectura y de divulgación de la historia de México.

Nos saludamos en el hall del hotel y, a la hora del almuerzo, compartimos la misma mesa en el restaurante que daba a la calle. Me llamó la atención su aspecto de hombre desprolijo, vestido con un bluyín ajado y una playera ajustada a su abombado vientre. 

Nos miramos a los ojos y, sin mayores preámbulos, hablamos sobre la realidad política de México, sobre su visita a Bolivia, su recorrido por Valle Grande y Ñancahuzú, para ubicarse mejor en el contexto topográfico de la zona geográfica donde se desarrolló la guerrilla del Che.

El día estaba soleado y hacía un calor como para vaciarse varios vasos de cerveza fría. En el restaurante exterior del mismo hotel, donde estuvimos hospedados los escritores provenientes de diferentes países, los comensales empezaron a leer el menú y a ordenar su plato preferido. Yo pedí lo mismo que ordenó Taibo: una fabada, el platillo bandera y tradicional de la cocina asturiana y, por antonomasia, de la gastronomía española.

Al cabo de un tiempo, mientras contemplaba de sesgo la gordura de Paco Ignacio Taibo II, me sirvieron la fabada en un hondo plato de barro, tenía aroma a laurel y el caldo lucía un color anaranjado debido al azafrán. En la cazuela, todavía humeante, podía distinguirse judías blancas, chorizos, morcillas, lacón y tocino. Me llevé la primera cucharada a la boca y sentí una textura mantecosa en el paladar, junto al sabor de la cebolla, el ajo y el perejil. Este platillo rico en calorías y grasa, cuya porción fue excesiva para mí, me produjo, al cabo de la ingesta, unos reflujos gastroesofágicos, cuyo malestar tuve que aliviar con una copa de aguardiente o, como dirían los comensales bolivianos, con un traguito para bajar el chanchito. Sin embargo, a pesar de los ligeros malestares, me sentí satisfecho de haber probado por primera vez en mi vida la fabada, un potaje divino capaz de despertar hasta a los muertos.

Cuando Paco Ignacio Taibo II terminó de engullir la fabada, como un gourmet acostumbrado a degustar los platillos de su preferencia, encendió un cigarrillo y, como si se tratara de un apetecido postre, se tragó el humo que luego lo lanzó por entre sus mostachos teñidos por la nicotina. No tomó mucho tiempo para advertir que estaba delante de un hombre que, por experiencia y sabiduría, sabía paladear las comidas y bebidas que ayudan a sobrellevar los sinsabores de la vida.

Ese mismo día, de aires cálidos y cielo despejado, me refirió algo sobre la biografía de Pancho Villa, lista para ser publicada a nivel internacional, y sobre un proyecto que tenía en marcha sobre la revolución mexicana, incluida la biografía de Emiliano Zapata. Ahí nomás, estando imbuidos en una charla en torno a un tema apasionante por su magnitud, mitos y leyendas, se presentó su anciano padre, quien estaba en su tierra natal para visitar a los familiares y los viejos amigos, y no para participar en la Semana Negra.

Así que, en esa misma ocasión y en el mismo restaurante del hotel, tuve la oportunidad de tratar con don Ignacio Taibo I, quien, además de haber vivido de cerca la Guerra Civil Española, escribió un libro sobre la gastronomía asturiana, intitulada Breviario de la Fabada. Ya entonces se lo veía algo deteriorado de salud, hasta que, dos años después, me enteré que falleció víctima de neumonía.

Su hijo, el escritor asturimexicano, Paco Ignacio Taibo II, se mostró con su lado más humano y me dejó la impresión de que se trataba de un tipo bonachón, amable, simpático y hasta jovial, porque tuvimos instantes en los que bromeamos y nos reímos como dos viejos amigos, quienes tienen las mismas travesuras y los mismos ideales de libertad y justicia.   

Aquel mediodía que compartimos en el restaurante, donde intercambiamos impresiones sobre los fantasmas de la política y la literatura, se quedó fijada entre mis recuerdos, como un haz de luz que se mete en la memoria y no se apaga. Por lo demás, mientras hablábamos amenamente, él fumaba y no dejaba de fumar, hasta que llegó el instante en que, convocados por las actividades que debíamos cumplir por la tarde y la noche, nos despedimos con un abrazo y un fuerte apretón de manos, pero con la promesa de volvernos a reencontrar en algún punto de este mundo cada vez más injusto y contaminado.


jueves, 7 de julio de 2022

 

ELEGÍA A RENÉ PATZI, EL CANTAUTOR DEL PUEBLO

René Patzi, el leal amigo y compañero de innumerables hazañas, aunque murió en Oruro, siempre será recordado como el eximio músico y cantautor llallagueño, porque en esta tierra, de valerosos mineros e indomables amas de casa, trascurrió su infancia y adolescencia. Así en vida haya transitado por lejanas tierras, jamás dejó de cobijar en su fuero interno el sincero deseo de enterrarse en el cementerio de Llallagua, en este jirón patrio donde aprendió a templar no solo su guitarra y su voz, sino también sus ideales que se forjaron al lado izquierdo donde palpitaba su corazón. Supo atesorar los mejores pensamientos y sentimientos de los desposeídos y supo ser un verdadero amigo de los amigos.

Lo conocí desde la escuela primaria, fuimos compañeros de banco y de aventuras infantiles en la Escuela Jaime Mendoza. Después seguimos nuestros estudios en el Colegio 1ro de Mayo, donde organizamos células de estudiantes revolucionarios, quienes no cesaban de agitar contra la dictadura militar de los años ‘70, siempre en sincronía con el movimiento sindical minero y el comité de amas de casa. Algunas veces, cubiertos con pasamontañas para no ser identificados, nos dedicábamos a distribuir volantes y panfletos subversivos en Catavi, Siglo XX y Llallagua.

Mientras realizábamos esta actividad clandestina, casi siempre burlando la vigilancia policial, él no paraba de comprar instrumentos musicales del folklore nacional ni dejaba de agrupar a un conjunto de muchachos para que lo acompañaran, con bombos, quenas y charangos, en las horas cívicas del colegio, donde sus presentaciones eran las más solicitadas por los y las estudiantes mayenses. Un día de esos, me propuso tocar el bombo en su conjunto. Yo le dije que cada cual tenía una misión en la vida, que su oficio era hacer música, pero música protesta, y que el mío era organizar células para hacer la revolución de obreros y campesinos.

René Patzi era un ser que no dejaba de tener ocurrencias ni dejaba de sorprenderse con las curiosidades y especulaciones esotéricas propias de las seudociencias populares. Por ejemplo, un día después de clases, me ensenó una revista, con ilustraciones a todo color, dedicada a la teoría de la Atlántida, la isla que, según el relato del filósofo griego Platón, sucumbió bajo las tormentosas olas del mar y fue cubierta por grandes masas de lodo. Lo que no se sabía, a ciencia cierta, era en qué lugar y cuándo sucedió exactamente el diluvio, salvo que la Atlántida estaba habitada por seres gigantes, algunos con un solo ojo en la frente y otros con los pies grandes como las patas de dinosaurio; una leyenda de la tradición oral que, como a todo adolescente curioso y de espíritu sensible, le llamaba poderosamente la atención, hasta el extremo de que creía que la Atlántida estaba ubicada en las costas del Océano Atlántico, en el extremo sur del continente americano, más exactamente en la Patagonia argentina o en la Zona Austral de Chile. Al final de nuestra conversación sobre la desaparecida Atlántida, me preguntó: ¿Y tú crees que haya existido esa antigua civilización? No lo sé, le contesté. Mientras no haya pruebas concretas, no sé en qué creer, pero como bien dice el proverbio: Ver para creer.

Más de una vez se nos ocurrió la idea de realizar excursiones hacia los escarpados cerros y las áridas pampas del norte de Potosí, con la finalidad de hacer prácticas guerrilleras, inspirados por las experiencias foquistas que estallaron en las montañas de Ñancahuazú y Teoponte. Recuerdo, asimismo, que en uno de esos entrenamientos de tres días, nos quedamos sin víveres antes de tiempo, así que René Patzi, recordando los platos de comida y los panes menospreciados en la casa de su señora madre, se puso a llorar de hambre, como evidenciando que la vida del guerrillero era más sacrificada que la idea romántica que nosotros teníamos de ellos.

En otra ocasión, cuando volvimos al campo para recolectar insectos y luego armar nuestros insectarios en la clase de Ciencias Naturales, René Patzi tuvo la ocurrencia de llevarse dos conservas de sardinas con tomate, que su señora madre, dedicada a la venta de coca, alcohol, cigarrillos y otras mercaderías, le entregó sacando de uno de los estantes que tenía en la tienda. Él las tomó como si se trataran de verdaderos majares. Estando ya en las cercanías del pueblito Nueva Granada, y al cabo de haber buscado, debajo de las piedras y arbustos, arañas, alacranes y otras alimañas, nos las zampamos entre los seis muchachos que formaban parte de la aventura. Minutos más tarde, empezamos a sentir dolores en el estómago, nos pusimos blancos como el papel y acabamos lanzando lo ingerido a orillas de un riachuelo. Solo entonces caímos en la cuenta de que las sardinas tenían la fecha de vencimiento caducada desde hacía más de dos años. De modo que, entre retorcijones de estómago y dolores de cabeza, todos acabamos tendidos y desparramados como soldados derrotados en una batalla que nunca se libró; una experiencia que, sin embargo, nos enseñó la lección de que mejor era morirse de hambre que morirse intoxicados por conservas de sardinas pasadas de tiempo.

Como la música era la mayor pasión de su vida, no dejó de entrenar su voz ni tocar sus instrumentos todas las tardes, apenas terminábamos las clases y él llegaba a su casa, con el afán de conformar su primer grupo musical. Fue entonces, en tiempos en que las dictaduras militares imperaban en América Latina, que aprendió a interpretar la música protesta de los chilenos Quilapayún, Inti-Illimani, Víctor Jara y Violeta Parra, un ramillete de canciones que formaban parte de su extenso repertorio donde no faltaban las composiciones de Benjo Cruz y Nilo Soruco. No está por demás decir que era también un apasionado de las sambas argentinas y las cuecas del folklore nacional.


El año 1975, entró en contacto con la música de otros cantautores latinoamericanos, cuyos temas abordaban las atrocidades cometidas por los regímenes dictatoriales del Cono Sur, que habían desencadenado procesos sanguinarios contra los opositores políticos, asolando a sus países y dejando una reguera de muertos, heridos, encarcelados, torturados, exiliados y desaparecidos. En ese periodo, cuando la tristemente famosa Operación Cóndor sembró el pánico y el terror entre los militantes de la izquierda, René Patzi se dedicó a cantar las canciones de los venezolanos Solead Bravo y Alí Primera, cuyos discos se los había prestado nuestro compañero Víctor Martínez, quien, a su vez, me los pidió prestado a mí, que tenía esos discos debido a que mi padrastro los trajo de Venezuela en 1974, como un obsequio y suvenir del congreso realizado en Caracas por la Confederación Latinoamericana y del Caribe de Trabajadores Estatales (CLATE).

René Patzi, obedeciendo a los dictados de su conciencia, siguió cultivando la música protesta, la nueva canción latinoamericana, que era el repertorio que se escuchaba entre los jóvenes revolucionarios que teníamos el pensamiento puesto en la revolución obrera y la construcción de una sociedad más justa y equitativa.  

Al fragor de las luchas emprendidas por el proletariado minero, que tenían su epicentro en las poblaciones de Catavi y Siglo XX, surgieron sus primeras composiciones musicales, mientras entrenaba su potente voz y perfeccionaba su destreza en la ejecución de la guitarra, un instrumento que lo acompañaría a lo largo de su vida, ya que René Patzi, a diferencia de los guerrilleros, decidió empuñar la guitarra y no el fusil, convencido de que un instrumento de cuerdas era también un arma poderosa para denunciar las injusticias sociales y las discriminaciones raciales en un país que buscaba romper con las cadenas de la opresión imperialista.

Recuerdo también que otra de las facetas de su personalidad creativa era la pintura y el dibujo. No en vano era uno de los alumnos más apreciados y hasta premiados por la profesora de artes plásticas. Destacó con sus obras realizadas con lápices, pinceles y acuarelas, que llamaban la atención de los compañeros del curso y despertaban el elogio entre los profesores del colegio. No sé si después del bachillerato siguió cultivando el arte pictórico, pero sí sé que tenía todo el potencial para trocarse en un artista plástico de alto vuelo, ya que sus creaciones estaban esbozadas a partir de sus observaciones del entorno social y, como es natural, estaban matizadas con los colores de la vida.     

Años más tarde, cuando yo me encontraba todavía exiliado en Suecia, me enteré, por comentarios de los amigos, que René Patzi se marchó a la Argentina, donde dignificó el folklore boliviano y fue invitado a tomar parte en los conciertos junto a artistas de renombre internacional como Jorge Cafrune, Horacio Guaraní y Mercedes Sosa. Asimismo, me contaron que participó en los festivales de Cosquín y que realizó viajes a Europa, África y Asia, cargando en bandolera su guitarra y ampliando su horizonte en el ámbito musical, consciente de que la música era el único lenguaje universal que no conocía fronteras.

Ya de retorno a Bolivia, volvimos a reunirnos en Cochabamba, en un encuentro de amigos y compañeros del Colegio 1ro de Mayo, que se llevó a cabo en julio de 2011; una excelente ocasión que nos permitió retomar nuestra amistad con el afecto y el cariño que nació en la infancia y que perduraría para siempre.

No volvimos a perder el contacto; es más, volvimos a reunirnos en ocasión del reconocimiento que le concedió el Gobierno Autónomo Municipal de Llallagua el 21 de enero de 2020. Él agradeció públicamente mi presencia en el Salón Rojo y yo le dediqué unas palabras de elogio y aproveché para regalarle algunos de mis libros, que los envolví, como una suerte de presente sorpresa, en un papel rojo que llevaba un rozón del mismo color. Después me contaron sus hermanos, quienes conformaban el grupo musical Natividad, que René Patzi lo guardó celosamente el paquete en el cuarto del hotel y que no quiso abrirlo ni enseñarlo, sino hasta que retornó a Cochabamba.

En el festejo que le preparó la subalcaldía del distrito central de Llallagua, en coordinación con Manfred Espada, le escuché cantar, a viva voz, las composiciones de su autoría y, aprovechando uno de esos instantes, entre trago y trago, le dije que tenía que re-producir sus temas y, de una vez por todas, lanzarlos en las diversas plataformas de Internet, para el deleite de sus admiradores y para que se conozcan sus canciones a nivel nacional e internacional. Ahí mismo le propuse que reuniera sus textos para publicarlos como una suerte de poemario. Él pensó un instante y aceptó mi propuesta, considerando que era una idea que lo motivaría a dejar el precedente de que el músico era también un poeta de sobrados quilates.

Desde luego que, debido a su deceso tras un fortuito accidente, acaecido en la ciudad de Oruro en la madruga del 10 de abril de 2022, muchos de estos proyectos quedaron truncos, como cuando un viajero se queda plantado a medio camino. Así que sus familiares, amigos, compañeros y conocidos, nos quedamos con la tarea de concluir con sus anhelados sueños hechos de cadencias musicales y versos encendidos al rojo vivo.

En marzo de 2022, cuando estaba a punto de lanzar en YouTube y Facebook otra de sus formidables composiciones, con la compañía musical de sus hermanos Néstor y Eddy, me llamó desde Cochabamba, solicitándome que escribiera una breve introducción para destacar el tema histórico que abordaba en su canción compuesta con infinita convicción y pasión a finales de los años ‘70. Yo le contesté que, en consonancia a nuestra vieja amistad de amigos y compañeros de lucha, estaba dispuesto a echarle unas líneas para contextualizar que el Abrazo de Charaña, entre los dictadores militares de Bolivia y Chile, no fue otra cosa que una farsa diplomática y un canje territorial que, debido a varias razones geopolíticas, no se concretó como si las aguas del Pacífico se hubiesen escurrido entre los dedos de las manos. Desde luego, accediendo a la solicitud del cantautor y sin pensar dos veces, escribí el breve texto que usted, atento lector, puede leer a continuación:

René Patzi, el músico de siempre, desde siempre, nos refresca la memoria a través de su composición referida al Abrazo de Charaña, en 1975, entre Augusto Pinochet y Hugo Banzer Suárez, dos abominables dictadores que asolaron a sus países con crímenes de lesa humanidad. El artista nos canta del cambalache territorial que, ante la atónita mirada de los pueblos hermanos, se congeló como los gélidos soplos del viento en la estación ferroviaria de Charaña, donde el fervoroso abrazo de los dictadores, ataviados con calatravas y charreteras de general, fue el símbolo de la patrioterismo vocinglero que no tuvo más testigos que sus testaferros dedicados a bañar en sangre a los habitantes de dos pueblos hermanos, donde los gritos de tortura se multiplicaban en ecos como las partituras de la música hecha de pura conciencia y denuncia popular….

René Patzi era el cantor del pueblo, el que sumó a su voz, templada como el acero, la voz de los obreros, estudiantes y campesinos, en un franco compromiso social que lo situó como al intérprete del pueblo en la constelación musical donde suenan las composiciones de Benjo Cruz y Nilo Soruco, quienes fueron sus principales referentes, al menos en los comienzos de su largo itinerario como cantante y trovador.

Como todo enamorado de la música folklórica, no dejaba de escuchar a otros artistas como los hermanos Hermosa, Junaro, Yuri Ortuño y Gerardo Arias, quien cautivaba a multitudes con canciones como El minero, que René Patzi escuchaba una y otra vez, como quien sabía que las canciones nacidas del fondo del alma eran las únicas que llegaban al corazón del pueblo.

Todos quienes lo tratamos de cerca, no teníamos la menor duda de que René Patzi había nacido para ser el músico del pueblo, el trovador que manejaba la guitarra como bandera de libertad, cantándole al pueblo lo que el pueblo quería escuchar de sus labios, que eran los genuinos instrumentos que le permitían articular los versos que él mismo escribía con originalidad, propiedad y sentido común. Ahí están sus composiciones dedicadas a la masacre de San Juan de 1967, a la guerrillera nicaragüense del Frente Sandinista de Libración Nacional y sus diversas canciones destinadas a los trabajadores de la nación oprimida por el imperialismo y sus sirvientes nativos.

Era costumbre escucharlo cantar, hora en el escenario, hora en el ruedo de amigos, las músicas románticas del recuerdo, las baladas de los años ‘70 y las sambas argentinas que conformaban su amplio y selecto repertorio. Aunque su música era un amplio abanico de ritmos que él sabía interpretar con todo el furor de sus pulmones, lo más probable es que quienes lo conocimos en persona y seguimos su trayectoria de cerca y de lejos, no siempre reconocida mediáticamente en el ámbito nacional e internacional, no dejaremos de escuchar ni de cantar sus composiciones dedicadas a Llallagua, a esta tierra que lo vio crecer y fue una de sus fuentes de inspiración. No en vano la música y letra de su cueca: Soy de Llallagua, nortepotosimanta, es la viva expresión de lo mejor de sus pensamientos y sentimientos que, apenas vertidas en cadenciosas melodías, se convirtió –y se convertirá– en una suerte de himno dedicado al terruño donde transcurrió su infancia y juventud.

Él mismo, como lo expresó en los versos de Soy de Llallagua, nortepotosimanta, tuvo el hondo deseo de morirse y enterrarse en su pueblo minero, de cuyas profundas entrañas brotó el estaño y el coraje de los mineros. René Patzi estaba consciente de que Llallagua fue el semillero de grandes dirigentes sindicales, la cuna de indomables amas de casa y la escuela revolucionaria de jóvenes que no dejaron de luchar contra los gobiernos dictatoriales.

El 8 de abril de 2021, en los funerales de nuestro común amigo y compañero Víctor Martínez, quien falleció de una manera inesperada e insólita, nos re-encontramos en una funeraria de la Llajta y nos fundimos en un apretado abrazo, sin mediar palabras pero comunicándonos con las miradas empañadas por la congoja de saber que uno de los nuestros se nos iba en plena pandemia. Esa tarde, de insondable pesadumbre y sofocante calor, mientras me conducía hacia el cementerio, en su auto recién adquirido y en compañía de sus hermanos, se me ocurrió comentarle que cuando estaba en Caracas, un amigo venezolano, dedicado al teatro de títeres, me invitó una cerveza fría nada menos que un día en que el calor penetraba por los húmedos poros de la piel. No hay mejor clima ni mejor momento que una tarde inundada de sol para saborear una cervecita fría, le dije. René Patzi detuvo el auto a la vera del camino, se bajó con parsimonia, se acercó a una tienda y compró una lata de cerveza. Volvió al auto, encendió el motor y, mirándome de reojo, me la entregó para que la saboreara a mi regalado gusto, mientras proseguimos rumbo al cementerio. Esa fue, quizás, su mejor demostración de cariño, un sincero gesto de amistad que no tiene precio ni parangón. Ahí mismo, en el portón de salida del camposanto, nos despedimos efusivamente, sin saber que esa sería la última vez que se comunicaban nuestras voces y miradas, en medio de un cortejo fúnebre en estado de llanto. 

Ahora que ya no está con nosotros, entre nosotros, debe recordarse que René Patzi formaba parte de los cantautores que vivieron íntegramente para cultivar el arte musical, de esa pléyade de artistas que pensaron y sintieron como su pueblo; más todavía, ahora que sus restos descansan, como él lo deseó sin vacilar un solo instante, en el cementerio general de su querida y añorada Llallagua, es natural que su tumba se convierta en una más de las atracciones turísticas para los visitantes nacionales y extranjeros, quienes desean conocer a los personajes notables de esta tierra minera, a esos hombres y mujeres que dieron renombre a las poblaciones del norte de Potosí con su lucha y su coraje, que vale tanto como todo el estaño que se produjo para alimentar al mundo entero.

Los familiares, amigos, compañeros y conocidos, que lo vimos partir hacia el parnaso donde moran los grandes artistas del verbo y la melodía, estamos en la obligación ética y moral de conservar su legado musical como un patrimonio inmaterial del pueblo, ya que sus poesías, escritas con límpida conciencia y corazón en la boca, reflejan las tragedias humanas de los más desposeídos, convirtiéndose en himnos de protesta contra los poderes de dominación.

No todo se acabó con la muerte de René Patzi, todavía estamos a la espera de que vuelva a escucharse su voz, como ecos nacidos en las quebradas de las montañas, así sea en las voces de otros artistas que conservan su legado musical, ese canto de protesta y denuncia social que a René Patzi le brotó del corazón como la mejor expresión de su alma, más parecida a una cajita de resonancias que producía partituras que él transformaba en música con las cuerdas de su guitarra y su melodiosa voz que penetraba en los oídos y corazones de quienes lo considerábamos un músico de oficio y vocación, un músico que aprendió a vibrar junto a la pasión de un pueblo que jamás olvidará su pasó por la vida y la historia.

Los cantautores como René Patzi no mueren, tienen vida eterna y sus canciones se multiplican en otras voces y en otros instrumentos que lo traen hacia nosotros una y otra vez, porque sus canciones, que corren como los soplos del viento, se inmortalizarán en la memoria colectiva, como llamas encendidas en los corazones de los amantes de la música protesta, que es también un arte entre las artes, con mensajes destinados a los enamorados de la libertad y la justicia.    

sábado, 4 de septiembre de 2021

EL ALMAKHAWA Y YARAWIKU WILLY FLORES

Si uno observa con detenimiento esta fotografía, captada en un espacio sin espacio y en un tiempo sin tiempo, observará que el Almakhawa no es una creación divina, sino la expresión auténtica del imaginario aymara, donde los seres fabulosos se mueven más en un nivel cosmológico que científico, lejos de todo razonamiento lógico y esquemático.

El Almakhawa tiene dos pequeños cuernos, seis ojos sobrepuestos, la piel labrada en el rostro y una boca abierta, dejando ver la hilera superior de sus brillantes y apretados dientes, que le ayudan a articular palabras cargadas de sabiduría, como si los pensamientos y sentimientos le brotaran en cascadas desde el fondo del alma. Está ataviado con un traje rico en brocados, capucha en el camisón y falda cubriéndole hasta más abajo de las rodillas; lleva un pequeño q’epi (bulto) en la parte inferior de la espalda, casi a la altura de la cintura, donde luce una faja ancha con diseños horizontales; lleva también guantes y medias tejidas con lana de alpaca para protegerse de los gélidos vientos del altiplano. Pero lo que más llama la atención es el muñeco que el Almakhawa carga en bandolera y en la parte delantera; el muñeco, más que representar a una criatura humana, parece el aborto de la naturaleza, carece de extremidades, aunque tiene un lluch’u (gorro) en la cabeza, como si de veras fuese un niño parido por las tragedias humanas convertidas en gritos de horror. 

El autor de esta fotografía es José García Choque, uno de los actores del elenco ALBOR, a quien Willy Flores le explicó, con la paciencia y didáctica de un consumado maestro, que cuando uno está detrás de la filmadora o cámara fotográfica, debe parecerse al Alamakhawa, cuyo principal atributo es ver las luces y sombras que otros no pueden o no saben ver. Cuando alguien le pregunta a este joven de cuerpo fornido y melena larga, ¿dónde y cuándo aprendió el arte de la fotografía?, contesta que aprendió a captar buenos retratos y paisajes de manera autodidacta y gracias a los acertados consejos de su maestro Willy Flores; y, como en todo oficio hecho de intuición y sensibilidad estética, se aprende a domar el oficio dándole duro a la cámara fotográfica, que exige de la destreza del artista para captar imágenes que cuenten historias sin intermediarios ni voces prestadas.

El Almakhawa, sin ni siquiera ponerse legañas de perro negro en los ojos, posee el don de penetrar en el ajayu (alma) de los vivos y muertos, y ver a través de sus ojos lo que ellos no pueden ver por sí mismos. Este personaje, capaz de leer los pensamientos en la frente y ver la luz entre las tinieblas, como el Tío ve con el fuego de sus ojos entre las penumbras de los socavones, es el sabio entre los sabios, el yatiri dotado de facultades divinas para mantener contacto con los vivos y muertos, con los dioses y las dimensiones desconocidas del cosmos, donde él traspasa tiempos y espacios como todo ser extraordinario creado más por la imaginación que por la realidad concreta.

Ahora bien, todos estarán preguntándose quién se esconde detrás de este magnífico atuendo del Almakhawa. La respuesta es simple y directa: el actor que está dentro de este personaje, que parece arrancado de los recovecos más recónditos de la mitología andina, es el mismísimo Willy Flores, fundador y director del Centro de Arte y Cultura ALBOR, uno de los movimientos culturales más influyentes en la urbe alteña desde 1997. Y, por supuesto, muchos estarán preguntándose quién es –o era– Willy Flores Quispe. ¿Qué hacía y qué pensaba? Desde luego que no es fácil sintetizar la vida y obra de un multifacético artista, quien vivía para entregar a su pueblo lo mejor que tenía: su capacidad creativa y su inteligencia a toda prueba.

Willy Flores nació el 19 de agosto de 1979 en la pequeña comunidad de Ilabaya, perteneciente al municipio de Sorata de la provincia Larecaja del departamento de La Paz; era hijo de la milenaria cultura aymara, cuyas tradiciones ancestrales las conservaba, difundía y defendía con orgullo. Hasta sus seis años fue un aymarista cerrado y aprendió el castellano recién cuando ingresó a la escuela. Estudió la primaria y secundaria en la combativa ciudad de El Alto, donde destacó entre los muchachos de su generación por su liderazgo y cautivante personalidad.

Cuando la muerte lo alcanzó el 19 de julio de 2020, llevaba ya más de dos décadas como actor, declamador y poeta; en realidad, desde los 14 años de edad, desde que una de sus maestras de colegio le impulsó a cultivarse en el campo de la declamación, consciente de que Willy poseía cualidades naturales para la interpretación de las poesías que caían en sus manos y que él las destilaba en su corazón sensible al amor y el dolor humanos. Así fue como se consagró como el ganador del Festival Pluma de Plata en 1998; un premio que lo impulsó a entregarse con desmedida pasión al arte poético y actoral.

Como todo hombre zarandeado por las injusticias sociales y raciales, no demoró en tomar conciencia de la realidad nacional, que lo hizo recalar en un arte de compromiso revolucionario, en el que fue uno de los dramaturgos y poetas más obstinados del país, debido a su ascendencia aymara y su conciencia política que, inevitablemente, lo empujaron a asumir una responsabilidad con los sectores más desposeídos del campo y las ciudades. No en vano, desde los años turbulentos de su adolescencia, se empeñó en usar el teatro y la palabra escrita como instrumentos de denuncia y protesta contra el sistema capitalista y patriarcal de la sociedad boliviana.

A sus 22 años de edad fue sorprendido por las jornadas sangrientas de 2003, ese octubre negro que dejó un reguero de muertos y heridos en las calles de la ciudad de El Alto; un luctuoso acontecimiento que lo impactó e inspiró a escribir la pieza teatral Bolivia Diez sobre la historia clandestina de los de abajo y el despiadado saqueó imperialista de los recursos naturales.

El dramaturgo Willy Flores concibió desde un principio que, para ser puesta en escena Bolivia Diez, era ineludible la presencia del Almakhawa, quien, con todo su poder de sabiduría y seducción, debía narrar los acontecimientos más trágicos de la nación boliviana, en un afán por revelar la historia velada de los vencidos, pero sin dejar de mencionar los mitos y leyendas de las culturas ancestrales, que dan vida a la cosmogonía andina, poblada de deidades que dominan el alaxpacha (espacio celestial), el kaypacha (espacio terrenal) y el ukhupacha (espacio subterráneo), con personajes maravillosos y fascinantes arrancados de la más pura tradición oral; registros escenográficos que identifican al grupo de teatro ALBOR, integrado por un grupo de jóvenes que deslumbran con su entusiasmo y profesionalismo, aunque no siempre cuentan con los recursos materiales suficientes para escenificar las obras contestatarias de autores nacionales y extranjeros en plazas, escuelas, coliseos y teatros.

El Almakhawa, moviéndose en medio del escenario o sentándose sobre un cajón de maderas, no cesa de relatar los acontecimientos históricos que él, en su condición de ser mágico y fantástico, parece haber grabado en el crisol de su memoria, como quien cincela cada episodio en roca dura, para que nadie lo borre ni desaparezca, y para que la memoria colectiva y la sabiduría popular permanezcan por siempre y para siempre. 

En la dramatización de Bolivia Diez, el Almakhawa, apenas se encienden los reflectores y se abren los telones, irrumpe en el escenario con su aspecto sobrenatural, moviéndose a paso lento y rememorando con voz queda los trágicos acontecimientos de un país desmembrado por intereses foráneos desde su pasado colonial, pasando por la Guerra del Chaco (1932-35), las masacres de las dictaduras militares, el entreguismo de los gobiernos neoliberales y rematando con la Guerra del Gas en la ciudad de El Alto (2003).

Las historias están contempladas desde la perspectiva radical de la izquierda contemporánea y los episodios más trascendentales se representan, de manera dinámica y didáctica, en varios actos en los cuales los actores y actrices hacen gala de su capacidad histriónica, ganándose toda la atención de los espectadores que, al final de cada escena y al cerrarse los telones, estallan en una salva de aplausos y el corazón todavía latiéndoles con la velocidad de un caballo al galope, mientras los actores y actrices se despiden del público entre los estribillos que nacieron de la furia popular en octubre de 2003: ¡El Alto de pie, nunca de rodillas!... ¡El Alto de pie,…!

El jach’a yarawiku (gran poeta) Willy Flores, capaz de meterse debajo de la piel de cualquier personaje que interpretaba en el escenario, era la encarnación del mismo Almakhawa, de ese ser clarividente que representaba su otro yo, ese que podía penetrar en el alma de las personas para descifrar mejor lo que les deparaba el destino, convencido de que el destino no estaba en manos de los dioses, sino de los humanos dedicados a luchar por la libertad y la justicia.

El yarawiku y Almakhawa Willy Flores, en su largo recorrido por los caminos de la poesía y el teatro revolucionario, no dejó de deslumbrarnos con sus dichos y hechos propios de un artista tejedor de sueños e ilusiones, y aunque la muerte nos privó de su presencia física a los escasos 40 años de edad, estamos seguros de que él estará siempre con nosotros, entre nosotros, porque los seres que nacen para ser estrellas no se apagan, ni se mueren ni desaparecen así nomás, cuando con su talento iluminaron la mente y el corazón de los enamorados del arte forjado a partir de las aspiraciones del pueblo boliviano.

 

domingo, 24 de noviembre de 2019


CON EL MIEDO EN LAS MUELAS

Una mañana, al regresar de una fiesta, me enfrenté a una noticia inesperada, que parecía hecha a la medida de esa expresión popular que dice: Después del gusto, viene el susto, pues me enteré que tenía hora con la dentista. Se me erizaron los pelos y se me heló la sangre. De modo que, acosado por el temor que me infundían los odontólogos, médicos y hospitales, pasé la noche sin poder conciliar el sueño, cavilando en esa tortura anunciada que la dentista, tras una llamada telefónica, le dejó como recado a mi madre.

Si la fobia a los dentistas no es un fenómeno innato ni hereditario, sino un choque emocional provocado en algún momento de la vida, entonces el mío se hizo realidad el día en que la doctora de mi pueblo, una mujer regordeta y ajena a toda consideración psicológica y sensibilidad humana, tuvo el coraje de operarme sin anestesia la falange del dedo anular, mientras yo berreaba y pataleaba en los brazos de mi madre, a quien, a pesar de estar a mi lado, sujetándome la mano con todo el furor de sus fuerzas, la sentí como ausente, porque no dijo una sola palabra y dejó que la doctora  -esa bestia del tamaño de un buque- me suturara la herida como si fuese la rotura de una tela.

Desde entonces me resistía al consultorio de médicos y odontólogos, pues de sólo verlos enfundados en mandiles blancos y el estetoscopio colgándoles del cuello, me invadían los recuerdos más desagradables del pasado, sobre todo, ese trauma que arrastraba desde la infancia y que me perseguía hasta en los laberintos de la pesadilla.

Cada encuentro con la dentista era como un encuentro con la mismísima muerte, pues cuando la tenía cerca, muy cerca, me daba la sensación de que hasta sus ojos color cielo y su barbijo cubriéndole sus labios de granate formaban parte de ese instrumental que se usaba para arrancar las muelas del juicio o limpiar las picaduras; esa suerte de tortura que, casi siempre, me dejaba con la piel de gallina y el cuerpo empapado en sudor.

A la hora prevista, y después de haber caminado un montón de cuadras debido a un bloqueo de caminos, me presenté en la clínica maldiciendo a los treinta y dos huesecillos que tenía engastados en las mandíbulas, sin poder concebir cómo una mujer tan bella podía tener las manos tan torpes y los nervios templados como el acero.

En fin, resignado de saber que los dientes no sólo sirven para lucir una sonrisa o sufrir un dolor indecible, entré en el gabinete de blancas paredes y relucientes instrumentales, con el miedo metido en las muelas. La dentista, a poco de saludarme con indiferencia, se sentó en la silla giratoria y me acercó la pantalla como si me fuese a descubrirme el alma en el fondo de la boca. Me recliné sobre el sillón, mientras miraba los instrumentos pendientes sobre mi cabeza, listos para ser introducidos en mi boca abierta de ceja a oreja.

Aunque la lámpara reflectora me daba a los ojos, no dejaba de mirar el aspirador de saliva, la jeringuilla de agua y aire, la escupidera y el plato de instrumentos, donde estaban las pinzas y tenazas, desafiantes como garras de metal. Cuando la dentista me introdujo la lámpara endoscópica y me escarbó los dientes de muela a muela, sentí la primera violación odontológica, después vino todo lo demás: la radiografía y los ganchos que, una vez sujetos en los carrillos, me mantuvieron igual que al pez cogido por el anzuelo. La fresa chirriante chocó contra la pulpa de mi muela comida por la caries, y yo, al límite de perder la razón, me salí de mí mismo, hasta que sentí que la dentista me aplicó una amalgama que más parecía una masa de dinamita en el agujero de una roca abierta por el taladro.

Al cabo de media hora, cuando me levanté de la silla, enjugándome el sudor que me brotó en la frente, la dentista se acercó al escritorio y me extendió un papelito junto al cual debía cancelar por la consulta. Yo aparté la mirada intentando esconder las lágrimas y, sin poder mover la mandíbula, me alejé por el pasillo, cabizbajo y pensando en que nada es gratis en este mundo, ni la tortura del dentista ni el maldito dolor de muelas.

Al fin y al cabo, retorné a mi rutina diaria, pero sin dejar de recordar las palabras de mi madre, quien, alguna vez que me vio mirándome las muelas en el espejo, suspiró a mis espaldas, como soplándome en la nuca, y dijo: los dientes son como los colmillos de los animales salvajes, duelen cuando salen y cuando se pierden, pero sirven para comer.

jueves, 25 de abril de 2019


SUBCOMANDANTE MARCOS

Querido subcomandante:

Te escribo esta carta después de salir de un sueño, en el cual vi tu cara con tanta nitidez como si te estuviera viendo de veras. Pero no, cuando desperté agitado y sudoroso, pensé que tu rostro no existe, porque es el rostro anónimo de un comandante que es el pueblo. Y, sin embargo, a lo largo de tu lucha, en la que te seguimos de lejos y de cerca, en las buenas y en las malas, jamás te confundí con Rambo ni con otros mercenarios del imperialismo, sino con Emiliano Zapata, con ese personaje que ofrendó su vida a la causa libertaria, con ese revolucionario cuya fuerza radicaba en su inteligencia y su grandeza en su sencillez. Además, tú que combates en las montañas del sureste mexicano, enmascarado como los luchadores del cuadrilátero, me recuerdas a ese otro guerrillero llamado Ernesto Che Guevara, a quien lo mataron en las montañas del sureste boliviano, a pesar de haber sido un hombre que tenía el corazón más grande que el cuerpo y el coraje del tamaño del tiempo.

Para serte franco, confieso que desde niño escuché hablar bien de los caudillos y mártires de la revolución cubana. De modo que, cuando alcancé el umbral de mi adolescencia, se me hacía que los conocía de cerca, puesto que en mis sueños hablaban y respiraban como si viviéramos en el mismo cuarto y soñáramos el mismo sueño, que es el sueño de la libertad y la justicia. Después me impactó la muerte del Che, sobre todo, esa imagen suya que vi en la prensa a poco de haber sido asesinado en la escuelita de La Higuera, pues el comandante, más que parecerse a un “delincuente” o “bandolero” -como decía el gobierno-, tenía el aspecto de Cristo tendido en los maderos, la melena desgreñada, la mirada irradiando esperanza y la barba tendida sobre el pecho.

Desde entonces, los estudiantes, reunidos en los parques o en las aulas, no hablábamos de otra cosa que de las hazañas del Che y de volver a las montañas por el sendero que él señaló con su ejemplo. Pero, ya ves, yo no me sumé a guerrilla alguna ni disparé un solo tiro, no tanto por un acto de cobardía como por haberme quedado a vivir en el exilio, atrapado por el conformismo y el consumo. Tú, en cambio, como los demás miembros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, te marchaste a la montaña, empuñaste el fusil y decidiste conquistar la causa con la que soñamos millones de latinoamericanos.

Está por demás decirte que me fascinan los guerrilleros, quizás, porque llevo gotitas de rebeldía en la sangre o, quizás, porque me identifico más con los débiles que con los fuertes, más con los pobres que con los ricos, más con los insurgentes que con los guardianes del orden. De ahí que, en las historietas de Walt Disney, me identifiqué siempre con los Chicos Malos y no con Tío Rico. En el cine me identifiqué con Chaplin y no con el policía, con Robin Hood y no con la monarquía, con los “pieles rojas” y no con los “cowboys”. Más tarde, insertó ya en el maravilloso mundo de la literatura, me sentí seducido por los antihéroes de la novela: por “El lobo estepario” de Hermann Hesse, “La metamorfosis” de Franz Kafka o “El idiota” de Fiódor Dostoyevski, seres que vivían una suerte de marginalidad, aquejados por una cierta deformidad parecida a la de Cuasimodo en “Nuestra Señora de París”, “El hombre elefante” o “El Fantasma de la Opera”. Es decir, mis simpatías, como las tuyas, estaban desde siempre por el lado de los débiles, consciente de que los débiles, cuando pierden la paciencia y se levantan en armas, se convierten en luchadores indomables, o si no pregúntale al “Viejo Antonio”, quien, rescatando la sabiduría popular, dice: uno se hace grande a fuerza de achicar su miedo, para enfrentarse a un enemigo poderoso, como David se enfrentó a Goliat.

Tal vez esta sea una forma de romantizar al guerrillero y subestimar al enemigo; pero eso sí, lo que no se me puede quitar de la cabeza es la idea de que los guerrilleros son como en las películas, personajes que tienen el cuerpo forrado de municiones y un fusil que usan como cabecera cuando están fuera de combate, relajándose del cansancio mientras se fuman un cigarrillo con la mirada puesta en el cielo; que unas veces leen libros en medio del temor y la muerte y, otras, escriben libros entre el desvelo y la pasión, pues ya son varios los guerrilleros que se hicieron escritores, porque la montaña debe ser, si no me equivoco, algo más que una inmensa estepa verde. Por lo que a ti respecta, querido subcomandante, te agradezco por tus hermosos relatos chiapanecos y por tus cartas de lucha y de ternura, con las que prometo hacerme una flor de pétalos rojos y ponérmela en el ojal, a la altura del pecho y muy cerquita del corazón.

Aquí termino esta carta, mientras te imagino al otro lado del océano, en algún secreto confín de la montaña, dispuesto a apagar la vela, pero no la esperanza de la victoria final.

martes, 3 de julio de 2018


CON EL MIEDO EN LAS MUELAS

Una mañana, al regresar de una fiesta, me enfrenté a una noticia inesperada, que parecía hecha a la medida de esa expresión popular que dice: Después del gusto, viene el susto, pues me enteré que tenía hora con la dentista. Se me erizaron los pelos y se me heló la sangre. De modo que, acosado por el temor que me infundían los odontólogos, médicos y hospitales, pasé la noche sin poder conciliar el sueño, cavilando en esa tortura anunciada que la dentista, tras una llamada telefónica, le dejó como recado a mi madre.

Si la fobia a los dentistas no es un fenómeno innato ni hereditario, sino un choque emocional provocado en algún momento de la vida, entonces el mío se hizo realidad el día en que la doctora de mi pueblo, una mujer regordeta y ajena a toda consideración psicológica y sensibilidad humana, tuvo el coraje de operarme sin anestesia la falange del dedo anular, mientras yo berreaba y pataleaba en los brazos de mi madre, a quien, a pesar de estar a mi lado, sujetándome la mano con todo el furor de sus fuerzas, la sentí como ausente, porque no dijo una sola palabra y dejó que la doctora  -esa bestia del tamaño de un buque- me suturara la herida como si fuese la rotura de una tela.

Desde entonces me resistía al consultorio de médicos y odontólogos, pues de sólo verlos enfundados en mandiles blancos y el estetoscopio colgándoles del cuello, me invadían los recuerdos más desagradables del pasado, sobre todo, ese trauma que arrastraba desde la infancia y que me perseguía hasta en los laberintos de la pesadilla.

Cada encuentro con la dentista era como un encuentro con la mismísima muerte, pues cuando la tenía cerca, muy cerca, me daba la sensación de que hasta sus ojos color cielo y su barbijo cubriéndole sus labios de granate formaban parte de ese instrumental que se usaba para arrancar las muelas del juicio o limpiar las picaduras; esa suerte de tortura que, casi siempre, me dejaba con la piel de gallina y el cuerpo empapado en sudor.

A la hora prevista, y después de haber caminado un montón de cuadras debido a un bloqueo de caminos, me presenté en la clínica maldiciendo a los treinta y dos huesecillos que tenía engastados en las mandíbulas, sin poder concebir cómo una mujer tan bella podía tener las manos tan torpes y los nervios templados como el acero.

En fin, resignado de saber que los dientes no sólo sirven para lucir una sonrisa o sufrir un dolor indecible, entré en el gabinete de blancas paredes y relucientes instrumentales, con el miedo metido en las muelas. La dentista, a poco de saludarme con indiferencia, se sentó en la silla giratoria y me acercó la pantalla como si me fuese a descubrirme el alma en el fondo de la boca. Me recliné sobre el sillón, mientras miraba los instrumentos pendientes sobre mi cabeza, listos para ser introducidos en mi boca abierta de ceja a oreja.

Aunque la lámpara reflectora me daba a los ojos, no dejaba de mirar el aspirador de saliva, la jeringuilla de agua y aire, la escupidera y el plato de instrumentos, donde estaban las pinzas y tenazas, desafiantes como garras de metal. Cuando la dentista me introdujo la lámpara endoscópica y me escarbó los dientes de muela a muela, sentí la primera violación odontológica, después vino todo lo demás: la radiografía y los ganchos que, una vez sujetos en los carrillos, me mantuvieron igual que al pez cogido por el anzuelo. La fresa chirriante chocó contra la pulpa de mi muela comida por la caries, y yo, al límite de perder la razón, me salí de mí mismo, hasta que sentí que la dentista me aplicó una amalgama que más parecía una masa de dinamita en el agujero de una roca abierta por el taladro.

Al cabo de media hora, cuando me levanté de la silla, enjugándome el sudor que me brotó en la frente, la dentista se acercó al escritorio y me extendió un papelito junto al cual debía cancelar por la consulta. Yo aparté la mirada intentando esconder las lágrimas y, sin poder mover la mandíbula, me alejé por el pasillo, cabizbajo y pensando en que nada es gratis en este mundo, ni la tortura del dentista ni el maldito dolor de muelas.

Al fin y al cabo, retorné a mi rutina diaria, pero sin dejar de recordar las palabras de mi madre, quien, alguna vez que me vio mirándome las muelas en el espejo, suspiró a mis espaldas, como soplándome en la nuca, y dijo: los dientes son como los colmillos de los animales salvajes, duelen cuando salen y cuando se pierden, pero sirven para comer. 

sábado, 9 de junio de 2018


EL MEJOR AMIGO DEL HOMBRE

Un compañero latinoamericano, al retornar a su país después de diez años en el exilio, se encontró con la enorme sorpresa de que su perro era el único ser que no lo había olvidado, pues el perro, según le contaron los inquilinos, no dejó de ladrar ni batir su cola desde cuando lo sintió llegar a la plaza del pueblo.

Esta anécdota, que él me la refirió en una de sus cartas, me recordó a Ulises, el héroe de la Odisea y rey de Ítaca, en la que el viejo perro Argos, agobiado por una misteriosa enfermedad y abandonado sobre un montón de boñiga, murió de felicidad al ver por última vez a su amo.

La anécdota me recordó también a mi perro, que murió atropellado por un auto que le partió el espinazo. Se llamaba Laika en homenaje al primer can lanzado al espacio en calidad de astronauta; era pelado como los perros de la puna, veloz como el perro Argos de Ulises, flaco como el perro galgo de don Quijote y bravo como el perro Buck de Jack London. Lo cuidé desde que era apenas un cachorro, desde que me lo regalaron envuelto en un aguayo. Él creció lamiéndome la cara y yo contemplándole sus brillantes ojos de azabache.

Con el paso del tiempo nos hicimos amigos inseparables, tan inseparables que mi madre nos servía la comida juntos y juntos nos bañaba en la batea. Lo apreciaba como a un hermano; era un perro obediente, hecho de instintos y reflejos condicionados. Nunca desacató las instrucciones que le impartía ni desoyó mi voz de mando. Yo levantaba la mano y él agitaba la cola, le disparaba con el índice y él se tiraba con las patas en alto. Así nos la pasábamos todo el rato, jugando como dos niños que se divierten hasta más no poder.

Por las mañanas me acompañaba a la escuela y por las tardes me esperaba sentado junto a la puerta, dispuesto a jugar con la pelota de trapo, que él escondía detrás de una tapia habida en el fondo del patio. Jugábamos hasta que la luna se mostraba en las alturas y mi madre nos llamaba a cenar. Después me ponía a hacer los deberes y él iba a recostarse en su caseta, desde cuya puerta vigilaba la casa con un ojo cerrado y el otro abierto.

Aunque era de regular tamaño, lucía una recia musculatura y unos colmillos afilados que infundían miedo y respeto. Lo pude comprobar el día en que nos atacó un bóxer de pelo corto y hocico chato, que tenía fama de ser depredador de peatones y jefe de una manada de perros sin dueño. El hecho ocurrió de un modo insólito. El bóxer, al vernos cruzar por la calle, se desprendió de la cadena corrediza que lo sujetaba de la collera y se lanzó al ataque, estremecido de furor y echando espuma por el hocico. Yo me quedé helado de pavor, pero mi perro, con los ojos ardientes como ascuas y el pecho resollándole más de lo habitual, se le enfrentó con una valentía admirable.

Por un instante, no muy lejos de mis ojos, se mordisquearon sin piedad, hasta que mi perro le hincó sus afilados colmillos en el pescuezo y lo revolcó en el suelo, como quien pone a prueba sus instintos salvajes. Pasado el incidente, en medio de un fino polvo que se disipaba en el aire, el perro bóxer se retiró con el rabo entre las patas y relamiéndose las heridas, mientras mi perro, dispuesto a defenderme y salvar su propio pellejo, se me acercó jadeante y con una mirada que parecía decirme: Soy el mejor amigo del hombre. Después corrió haciendo cabriolas y yo lo seguí a pasitrote, pensando que un perro valiente es más temible que el cancerbero de tres cabezas que guarda las puertas del infierno.   

Desde entonces se acrecentó nuestro afecto mutuo y se prolongó hasta el día en que murió en mis brazos, tras ser atropellado por un auto que le partió el espinazo. Su muerte me causó un dolor inmenso, lloré y lo enterré en el fondo de una quebrada, donde no llegaba la corriente del río ni el silbido del viento.

Años después, cuando le conté esta historia a un amigo sueco, éste me miró con una chispa de ironía y preguntó:

–¿Es verdad que los perros de tu pueblo duermen en el patio?

–Sí –contesté–. Los perros no son objetos de adorno sino los candados de la casa, los guardianes de los bienes de sus dueños. Los perros, como los humanos, tienen sus derechos y sus deberes, y, aunque se los cuida y ama demasiado, no se les cepilla los dientes ni se les atusa el pelo. Los perros de mi pueblo no están acostumbrados a consumir alimentos envasados sino a comer lo que sobra en la olla o en la mano. Los perros de mi pueblo se crían a cielo abierto y no como pájaros enjaulados. No necesitan que nadie los sobreproteja ni les cambie el paño, pues son perros que responden a su propia naturaleza, sin que por esto dejen de ser los animales más nobles y los mejores amigos del hombre.

–Lo que es aquí –dijo resignado el amigo sueco–, el perro ha dejado de ser perro para convertirse en amo y señor de la casa. Por si fuera poco, los perros ya no ladran ni muerden, son perros modernos en una sociedad moderna.

–Así es –le dije–. Los perros son como los humanos, mientras más tienen, menos ladran.